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Educar en la incertidumbre

Por Nuria del Río Paracolls En las últimas semanas he tenido ocasión de reflexionar con cierta calma sobre el hecho de asumir la responsabilidad en un aula. Cada vez menos, utilizo el término “alumnos y alumnas” y cada vez más “participantes”. Reconozco que es una influencia de mis compañeros de docencia, aunque también porque la […]

28 enero 2014

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Por Nuria del Río Paracolls

En las últimas semanas he tenido ocasión de reflexionar con cierta calma sobre el hecho de asumir la responsabilidad en un aula. Cada vez menos, utilizo el término “alumnos y alumnas” y cada vez más “participantes”. Reconozco que es una influencia de mis compañeros de docencia, aunque también porque la vida me ha puesto en situación de dinamizar contenidos y entrenamiento para personas que seguramente tenían más derecho a llamarse “profesor” o “maestro”, pues habían cursado la carrera de magisterio o acumulaban más “certificados académicos” que yo.

Así que aunque para resumir y entendernos en conversaciones de 5 minutos por la calle, digo que soy “profe” o que doy clases, en realidad lo que estoy haciendo es responsabilizarme de un contenido y ponerme a su servicio y al servicio de quienes tienen que contagiarse de él, para que esa transmisión contagiosa se produzca, se lo lleven “puesto” cuando salgan por la puerta.

Dicho así, parece una tarea apta para cualquiera, y en cierto modo, no es falso, aunque las cosas no son tan simples. Por eso hablo de responsabilidad. Lo que pasa en el aula no termina en el aula, todos los que hemos tenidos buenos maestros y maestras lo sabemos. Hay varias cosas que son difíciles de enseñar, pero más difíciles de olvidar una vez que se han aprendido. Un buen ejemplo son las enseñanzas de métodos y procesos. Cuando nos acostumbramos a investigar, nos cuesta dejar de hacerlo, cuando adquirimos el hábito de pensar en la etimología de una palabra, o de resolver un conflicto de forma dialogada o por votación, es difícil, obviar esos procedimientos en el futuro.

Sin embargo hay dos cosas que desde el ámbito de la responsabilidad docente, me preocupan: cómo educar en la fragilidad y cómo educar para la incertidumbre. Otras personas han escrito antes y mejor, sobre una posible adaptación a la vida urbana moderna, de las prácticas ancestrales de muchos pueblos originarios, en torno a mantener entre toda la tribu, aunque especialmente por parte de padre y madre, a los recién nacidos con contacto físico u ocular, de forma casi permanente hasta los 2 años. El objetivo es que se consolide en el o la infante, una sensación invulnerable de seguridad vinculada a la existencia. Nuestra organización social mecanicista, productivista y orientada al lucro y al ahorro de costes, interrumpe esta lógica desde antes del nacimiento, pues todo está pensado para separar y para que nos sintamos vulnerables casi desde nuestro primer aliento. Como decía antes, ya se ha escrito sobre la ausencia actual de “tribu” con la que compartir la crianza de forma natural.

Ante la imposibilidad de recuperar, al menos por el momento, esas prácticas, solo nos queda, educar en la fragilidad, cuando los educandos son niños y niñas, cuyas emociones y procedimientos de relación social, aun se están forjando. La fragilidad en el sentido de esta reflexión, tiene todo que ver con algo que algunos llaman “el sentido del otro” (o la otra), que es mucho más que el consabido “ponerse en sus zapatos”. Tiene que ver con la capacidad de medir el impacto de nuestros actos conscientes, pero sobre todo los inconscientes. El impacto de las burlas banales, de las interrupciones groseras (no porque se usen palabras mal sonantes, sino porque cortan abruptamente un proceso de pensamiento que todavía está en construcción), o de censuras sobre ideas creativas o alternativas propuestas, etc.

Hay cientos de aspectos educativos importantes y podríamos pensar que este es sólo uno más, lo que desde otros puntos de observación, es absolutamente cierto. Sigamos un instante más, sin embargo, mirando con la lente de aumento este fenómeno. Mi pregunta interna es ¿cuánto hay de esas dinámicas infantiles, gestadas en el aula (aunque no exclusivamente), en nuestra manera de manejarnos en reuniones de trabajo, asambleas, consejos rectores o equipos de gestión de proyectos? Si se nos permite la metáfora, cuántas armaduras, lanzas, gases lacrimógenos, escaramuzas de retaguardia o salidas a campo abierto a pecho descubierto, no se habrán forjado de forma inconsciente, pero imborrable, a causa de una gestión deficiente de las fragilidades. El concepto de las inteligencias múltiples de Gardner, tiene 30 años, pero eso no quiere decir, que se lleve aplicando o usando para entender e integrar personas todo ese tiempo.

Seguimos mirando a los demás con exceso de falta de paciencia, en cuanto sus procesos a la hora de planificar, comprender, expresar o valorar, no coincide con los que tan buenos resultados nos han dado a nosotros. Aun a riesgo de ser simplistas, podríamos concluir provisionalmente (el debate continua más allá de estas líneas) que “de aquellas aulas estas reuniones” o que “de aquellos estímulos o falta de ellos, estos procesos, estos encuentros o estos desencuentros”. Por supuesto, hay muchos más factores a tener en cuenta, y sin embargo, el reto, mucho antes de que nuestros menores se hagan mayores y aprendan a gestionar proyectos y reuniones mejor que nosotros, me gustaría dejar una pregunta en el aire: ¿educar teniendo en cuenta la fragilidad del ser humano -del que somos responsables durante el tiempo que está en el aula queriendo comprender el contenido que traemos-, nos hace a todos y todas más fuertes, si o no? (La idea es que una cosa es la “pose” de los participantes, en el aula y otra es que nuestras afirmaciones rotundas, nuestras maneras de espolonear, de provocar, para que penetren los nuevos conceptos, pueden abrir grietas y procesos de los que más allá de los contenidos, no solemos hacernos responsables).

Y esta reflexión que va de lo íntimo y particular a lo grupal, nos lleva a la siguiente. Para aquellos que además tenemos la responsabilidad de transmitir contenidos instrumentales para emprender, y emprender en colectivo, hay un desafío igualmente grande. ¿Cómo educar para la incertidumbre? Esta pregunta es válida también para la primera vez que alguien se enfrenta a la orientación profesional en un centro de enseñanza secundaria. La principal diferencia es que la incógnita de la ecuación, en secundaria es: ¿existe ya el oficio o el puesto de trabajo o el sector empresarial al que me voy a dedicar o se está gestando y estará listo, sincrónicamente, cuando yo salga al mercado laboral? (No contemplamos para esta reflexión la variable de la pregunta: ¿seguirá existiendo el trabajo como forma básica de generación de renta ciudadana o estaremos en otro marco de referencia?).

En el caso de los y las emprendedoras, la pregunta, sobre todo, si se emprende con criterios de Economía Social y Solidaria, queriendo asumir altas cotas de responsabilidad social y ambiental, es… si incorporo, si practico todos estos principios de respeto al planeta, a mis semejantes… si juego limpio a la hora de generar recursos y distribuirlos, si nuestra empresa es, implícitamente un espacio de crecimiento y desarrollo personal y un nodo bien engrasado de las redes de transformación social… ¿estoy garantizando la sostenibilidad de la empresa?. La respuesta es ambigua. Está claro que si no se trabaja en esa línea, claramente se está sembrando el “pan para hoy y hambre para mañana”, pues compitiendo a muerte, solo se siembra eso, la lógica de que hoy ganas y mañana mueres. Lo difícil es transmitir que implicarse, que estimular y desarrollar principios y redes, merece la pena en sí mismo, aunque nadie pueda garantizar el resultado. Hasta ahí no parece tan complicado.

Aquí es donde educar para la incertidumbre se toca con educar para la fragilidad. ¿Cómo se aguanta, cuando los sueños tardan en cumplirse, cuando el entorno político y legislativo es adverso, cuando se está construyendo un escenario económico y social del que aun no se conocen todas las claves porque están en fase piloto? ¿Cuánta dosis de incertidumbre podemos soportar? ¿Cuánto y cómo sabemos resistir en la fragilidad sin sentirnos inadecuados o sin disparar los mecanismos internos de supervivencia, también llamados enfermedad o stress? Estas preguntas, merece la pena aclararlo, no son una invitación a la depresión, sino una invocación a que nuestros mejores recursos y talentos se pongan al servicio de fortalecer, entre otros, esos dos procesos.

Educar en la fragilidad: no se trata de hacernos todos de acero ante la adversidad, se trata de dejar de pisar, inadvertidamente, el rostro ajeno con botas de clavos, ¿cómo y dónde se aprende eso? Y educar en la incertidumbre: qué instrumentos externos tales como cooperativas de crédito auto gestionadas, mercados y monedas sociales… y qué instrumentos internos, tales como fuertes convicciones, celebración de cada pequeño logro o avance, sueños individuales y compartidos… ¿cómo se estimula y se acompaña a hacer músculo en esto último y fomentar el consabido “que no decaiga”?

Esto no es solo para educadores y educadoras. Más que probablemente, la respuesta la tengan quienes sientan su fragilidad como aliada, bien llevada y bien respetada y quienes tengan su monumento interno a la incertidumbre bien ajardinado.

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