Economía Solidaria

Hacia una agenda feminista de los cuidados

Por Christel Keller Garganté Cátedra UNESCO Mujeres, Desarrollo y Culturas de la Universitat de Vic-Universitat Central de Catalunya, para FUHEM Ecosocial Introducción Durante los últimos años estamos asistiendo a una eclosión del debate en torno a los cuidados desde diferentes frentes. Por un lado, en la vida cotidiana se materializa la precariedad con la que […]

29 agosto 2017

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Por Christel Keller Garganté Cátedra UNESCO Mujeres, Desarrollo y Culturas de la Universitat de Vic-Universitat Central de Catalunya, para FUHEM Ecosocial

Introducción

Durante los últimos años estamos asistiendo a una eclosión del debate en torno a los cuidados desde diferentes frentes. Por un lado, en la vida cotidiana se materializa la precariedad con la que se resuelven los cuidados en nuestra sociedad. El déficit de recursos públicos de atención a diferentes necesidades de cuidado, la mal llamada conciliación de los tiempos y las condiciones laborales en el mercado de cuidados son diferentes situaciones que materializan dicha precariedad. Paralelamente, desde los movimientos sociales feministas y desde la academia se ha puesto esta cuestión en el centro del debate político. La economía feminista ha sido especialmente fructífera en la producción de un marco analítico que aporta una mirada nueva para comprender la tensión entre el sistema socioeconómico actual y la sostenibilidad de la vida. Dicho marco lleva consigo un discurso político que aboga por una reestructuración radical de las relaciones -laborales, familiares, sociales, institucionales- en que se resuelve el cuidado. El reto es ahora emprender medidas reales para construir un nuevo escenario donde los cuidados sean asumidos como una cuestión política de primer orden y, de acuerdo con esta centralidad, se asegure una resolución en la cual todas las personas gocen del derecho a recibir cuidado, y este sea prestado atendiendo criterios de justicia social y de género.

¿De qué hablamos cuando nos referimos al cuidado?

Los debates actuales no serían posibles sin la trayectoria del feminismo en las últimas décadas. Desde el debate sobre el trabajo doméstico que se celebró entre finales de la década de los sesenta y principios de los setenta, la agenda política feminista ha estado reclamando visibilizar y valorar todas aquellas actividades que incluyen los cuidados. Sin embargo, no hay aún unos límites claros para definir cuáles son estas actividades. En un primer momento, el énfasis se situó en equiparar los cuidados al trabajo mercantil para facilitar su valorización, centrando la mirada en la producción de bienes y servicios en los hogares. Pero los parámetros que definen el trabajo de mercado no permiten poner en valor parte de estas actividades, precisamente aquellas vinculadas al cuidado directo de las personas, que conllevan una gran carga emocional y relacional y que, por ende, están muy ligadas a la persona que las desarrolla.[1] La valorización del cuidado tiene que partir necesariamente de la experiencia de las mujeres; por ese motivo los parámetros androcéntricos que definen el mercado de trabajo no pueden captar su complejidad.

No obstante, aunque los parámetros mercantiles resulten insuficientes, es crucial no perder de vista las relaciones de explotación en que se suele dar el cuidado, y la consecuente tendencia al empobrecimiento de las personas que lo prestan. Por lo tanto, una definición completa de los cuidados debe comprender las dos dimensiones en que se han construido históricamente: la material, a la cual sí es posible aproximarse desde la óptica del trabajo; y la simbólica, imbricada en relaciones de género y parentesco. Desde la dimensión material se puede diferenciar entre aquellas actividades de cuidado directo de los cuerpos vulnerables, que sobrepasa las necesidades específicas de cuidado e incluye también los cuerpos de las personas adultas “sanas”; y los cuidados indirectos, que nos remiten a lo que se conoce como trabajo doméstico, más vinculado al mantenimiento del hogar, incluyendo la gestión y organización de las tareas, así como la mediación.[2] En lo que se refiere a la dimensión simbólica, esta visibiliza cómo los roles de género ligados a la ideología patriarcal definen la resolución de los cuidados. Nos acerca a las «percepciones subjetivas, los significados y experiencias que subyacen a las prácticas cotidianas de los cuidados»,[3] que incluyen la obligación moral de las mujeres con el cuidado, pero también el “altruismo” que envuelve la idealización y la mistificación de la figura cuidadora. La experiencia subjetiva del cuidado está marcada por emociones contradictorias y aparece repleta de tensiones.

Partiendo de esta complejidad y de las dificultades para establecer una definición de los cuidados, Carol Thomas propuso un concepto unificado que sirviera de paraguas:

Los cuidados son la prestación remunerada o no remunerada de apoyo en la cual intervienen actividades que implican un trabajo y estados afectivos. Los prestan principal, aunque no exclusivamente, mujeres, tanto a personas adultas sanas como a personas dependientes y a los niños y niñas, en la esfera pública o en la esfera doméstica, y en una diversidad de marcos institucionales.[4]

La dimensión temporal del cuidado

La organización social del cuidado se materializa en la vida cotidiana a partir de la gestión de los tiempos. El trabajo asalariado es el eje central que «organiza la vida de las personas, de las familias, de las ciudades y del conjunto de la sociedad»,[5] de modo que el cuidado se desarrolla en los márgenes, en el tiempo restante, un tiempo invisible y sin valor, ya que no es tiempo transformable en dinero.

El tiempo de mercado rige la vida social y, sin embargo, se fundamenta en la experiencia mítica del “hombre champiñón”,[6] aquel sujeto adulto, formado, sano, alimentado, aseado y emocionalmente sostenido, siempre a punto para el mercado. Tomar esta figura como referente supone invisibilizar los tiempos del trabajo doméstico y de cuidados, así como los ritmos biológicos en el desarrollo vital.[7]

Visibilizar el tiempo necesario para llevar a cabo las tareas de cuidado ha sido un objetivo del feminismo que ha dado como fruto la creación de las Encuestas de Uso del Tiempo como instrumento de medición y también las políticas del tiempo, desarrolladas especialmente en Italia. Sin embargo, el tiempo de cuidados sigue siendo invisible, haciendo imposible cuestionar cómo interfiere la articulación de los tiempos laborales y de cuidados en el bienestar (y el malestar) de las personas.[8]

La propuesta de la economía feminista

La economía feminista y, concretamente, el paradigma de la sostenibilidad de la vida surge de la necesidad de descentrar los mercados como eje vertebrador de la vida, para rescatar el bienestar de las personas. En este sentido, cobran centralidad los cuidados como actividades que tienen un gran impacto sobre el bienestar, pero que además sostienen el resto de esferas que participan de la resolución de necesidades humanas, incluyendo los mercados. Por lo tanto, se trata de un análisis integrador que rompe con las dicotomías de público-privado, producción-reproducción, hogar-mercado, trabajo-no trabajo.[9] Los cuidados atraviesan todos estos espacios y categorías, de modo que deben entenderse desde el conjunto social.

La economía feminista politiza los cuidados a partir de las ideas de vulnerabilidad universal e interdependencia. Todas las personas tienen necesidades de cuidado durante toda la vida, aunque varíe la intensidad con que se requiere a lo largo del ciclo vital. La resolución de una necesidad universal de la que depende la vida humana es sin duda una cuestión política y requiere una solución colectiva. La marginalidad en la que se resuelven actualmente los cuidados solo es posible entendiendo los mismos como una necesidad excepcional e invisibilizando la cantidad de cuidados necesarios para mantener y reproducir la vida en todas sus dimensiones.

La propuesta de la economía feminista reclama un cambio integral en la organización social que incluye «una reorganización de los tiempos y los trabajos (mercantil y de cuidados), cambios en la vida cotidiana, una nueva estructura de consumo y de producción y, por supuesto, un cambio de valores».[10]

La precaria resolución de los cuidados

La organización social del cuidado describe el modo en que diferentes actores sociales participan en la resolución de las necesidades de cuidado. Razavi se refirió a la articulación entre actores como el «Diamante de cuidado», representación geométrica de la organización social del cuidado a partir de cuatro ángulos: el estado, el mercado, la familia y la comunidad.[11] La implicación de estos cuatro actores es variable y desigual atendiendo a la lógica patriarcal que otorga a las mujeres el deber de cuidar en el seno de las familias, pero también al contexto político general de declive de los Estados de Bienestar y de políticas neoliberales, así como al crecimiento de los cuidados en tanto que sector económico y nicho laboral.

En lo que se refiere a las políticas de cuidado en el Estado español, estas (y la ausencia de las mismas) se han fundamentado en reproducir y reforzar los hogares como espacio principal de resolución. La mayoría de las políticas de cuidado se han desarrollado en el ámbito laboral para fomentar la “conciliación” entre los tiempos laborales y familiares. Dichas políticas tienen muchas limitaciones en cuanto a mejorar la organización social del cuidado, ya que no ponen en duda la división sexual del trabajo y la consecuente feminización del cuidado, por lo que se dirigen únicamente a personas -fundamentalmente a mujeres- activas en el mercado laboral formal y supeditan el cuidado a las necesidades del mercado. Estas lógicas subyacen a la llamada Ley de Conciliación del 1999 que favorece los cuidados en el ámbito familiar, mediante permisos, excedencias y reducciones de jornada laboral. La ley de Dependencia del 2006 supuso el primer reconocimiento del derecho universal al cuidado, aunque continuaba haciendo hincapié en la resolución privada y ligada a situaciones de dependencia, es decir, de excepcionalidad.[12] Además, los problemas de financiación con los que contó desde su inicio y los posteriores recortes en el marco de las políticas de austeridad acabaron de minar su potencial.

Aunque parezca contradictorio, la implicación del sector público en los cuidados potencia el mercado, ya que gran parte de las políticas se centran en prestaciones económicas o en la subcontratación de servicios.[13] La mercantilización del cuidado suele ir en detrimento de la calidad, ya que introduce lógicas de eficiencia a menudo ligadas a la reducción de costes, y de la igualdad de oportunidades en el acceso a estos recursos. Además, el mercado de los cuidados nos lleva a hablar de las condiciones de empleo de las mujeres que sostienen este sector, marcadas por los bajos salarios, la precariedad y un alto índice de informalidad.

En lo que se refiere a las familias, aunque las mujeres continúan asumiendo una importante cantidad del cuidado en este espacio, en las últimas décadas se han dado una serie de cambios culturales que han menguado, en términos generales, la figura del ama de casa como un destino deseable. En este sentido, el legado feminista de los setenta y su apuesta por el mercado como espacio de emancipación de las mujeres surtió sus efectos en la definición de proyectos vitales. Al mismo tiempo, las necesidades de cuidado no han dejado de aumentar ligadas al envejecimiento de la población; además, las familias nucleares heterosexuales han dejado de ser el único modelo posible de convivencia. Como resultado de estos factores se ha venido hablando de la «crisis de los cuidados», como supuesta quiebra de la organización social del cuidado. Dicha crisis se ha saldado, en parte, con las llamadas «cadenas transnacionales de cuidados y afectos»[14] por las que han transitado innumerables mujeres desplazándose desde países del Sur global para cubrir lugares de trabajo en el servicio doméstico, demasiado a menudo sin ningún reconocimiento de sus derechos.

Desde que estalló en el 2008 la crisis económica en el Estado español, se ha dado una readaptación de los diferentes actores. Las políticas “austericidas” han atacado directamente los ya escasos servicios de cuidado, al tiempo que la capacidad de las familias para contratar servicios en el mercado ha menguado considerablemente.[15] De este modo, se han refamiliarizado una serie de cuidados que son asumidos de forma gratuita en los hogares.[16] Este incremento en la carga de trabajos lleva consigo una agudización de la pobreza de tiempo que afecta principalmente a las mujeres.

Los reajustes entre el mercado, el sector público y las familias suelen centrar los análisis, pero el cuarto agente pasa a menudo inadvertido: ¿qué hay de la comunidad?

El papel de las iniciativas comunitarias

Históricamente parte de las necesidades de cuidados se han resuelto a través de redes de mujeres unidas por lazos de vecindad o parentesco que han ido perdiendo peso, especialmente en los contextos urbanos y como consecuencia de la individualización y mercantilización de muchos espacios de la vida. Sin embargo, continúan existiendo fórmulas colectivas que dan respuesta a las necesidades de cuidado. Algunas son más informales y espontáneas y sirven para aligerar la sobrecarga del cuidado en los hogares; otras gozan de una mayor institucionalización y se configuran como alternativas a los servicios públicos o privados. Son estas últimas las que permiten hablar de lo comunitario como un actor sólido. Algunos ejemplos de estas iniciativas son los grupos de crianza compartida, las cooperativas de vivienda con proyecto de convivencia, incluyendo las específicas de personas mayores, los grupos de ayuda mutua en torno a necesidades de salud o, en parte, los bancos de tiempo.

Estas iniciativas, situadas en el paradigma de los comunes, podrían tener un papel importante en las agendas de cuidados a causa de su potencial transformador. Suponen una respuesta colectiva que otorga centralidad y reconocimiento al cuidado, rompiendo con la lógica privada e individual de la resolución. La autogestión que las define contribuye a crear relaciones de reciprocidad entre las personas que los conforman, difuminando la línea ficticia que separa y ordena jerárquicamente a las personas cuidadas y a las cuidadoras. En la lógica de la reciprocidad, el valor del intercambio está en la relación que crea, no en lo que se intercambia.[17] Así, el objetivo de acumulación que rige el mercado desaparece, ya que el fin último de estos grupos es el propio bienestar. Resolver el cuidado en colectivo lleva a valorarlo como una necesidad compartida, y no como un déficit individual, y permite revalorizarlo tanto por el bienestar que aporta como por sus costes en tiempo y trabajo, que se hacen evidentes al ponerse en colectivo.

Sin embargo, las iniciativas comunitarias no cumplen per se todas las premisas de una agenda de cuidados basada en la justicia social y de género. De hecho, la comunidad es a menudo un espacio de reproducción de las normas sociales. Si no hay una voluntad explícita de cambiarlo, lo más probable es que la feminización del cuidado impere en estos grupos, suponiendo una sobrecarga de trabajo para las mujeres que suma a los tiempos de cuidado los de gestión del grupo. Además, las iniciativas comunitarias tienen muchos límites para universalizar el derecho al cuidado. La propia participación en estos proyectos tiene un sesgo socioeconómico que viene marcado no tanto por la renta, sino por la disponibilidad de tiempo. Hay que tener en cuenta que las personas con peores ocupaciones tienen jornadas más largas y sufren más variaciones horarias vinculadas a los intereses de la empresa, mientras que las personas más cualificadas suelen tener una mayor flexibilidad horaria y autonomía para gestionarla.[18] En definitiva, las iniciativas comunitarias son escenarios de politización del cuidado donde este se considera un bien común, un bien colectivo por el cual vale la pena organizarse, pero no pueden sustituir los servicios públicos porque no responden al interés general; así, ambos deben relacionarse desde una lógica de complementariedad.

El reto de las agendas de cuidados

¿Cómo rearticular los diferentes actores en una agenda feminista de los cuidados? Incorporar las propuestas de la economía feminista a una agenda política supone un reto muy ambicioso, ya que comporta una transformación social enorme a partir de un instrumento muy concreto: la política pública. En este sentido, Daly y Lewis han desarrollado el concepto de social care para recordar que el Estado debe hacerse cargo de la organización cotidiana del cuidado y universalizar el acceso más allá de la realidad familiar de las personas. Por otro lado, Nancy Fraser ha apuntado las dos dimensiones centrales de la justicia de género que deben atravesar estas políticas: el reconocimiento y la redistribución.

El social care es un concepto que incluye tres dimensiones que pueden guiar los ejes estratégicos de las políticas de cuidados. La primera plantea los cuidados como trabajo, y conlleva incidir en las condiciones en que son prestados, considerando si son remunerados o no, formales o informales. La segunda se refiere a la obligación y responsabilidad con el cuidado desde un enfoque ético y normativo, y cómo el sector público interfiere en la transformación o reproducción de las normas sociales. La última dimensión plantea los costes financieros y emocionales de los cuidados, y lleva a plantearse cuáles son y quién carga con ellos.[19]

Nancy Fraser aúna dos tradiciones del feminismo para señalar dos dimensiones que tienen que atravesar las políticas de cuidados. La primera es la redistribución del cuidado entre personas, no solo por criterios de género, sino también de etnia y clase social, así como entre los cuatro actores del «Diamante de cuidado». La segunda, reclama el reconocimiento social de los cuidados, su visibilización y valoración.[20] Una agenda transformadora no puede limitarse a actuar sobre los efectos de la actual organización social de los cuidados, sino que tiene que proponerse cambiar las raíces culturales que la sustentan.[21] Tiene que incidir en el plano material y en el simbólico, teniendo en cuenta que existe una relación dialéctica entre ambos.

En cuanto a medidas concretas, es primordial sacar una gran parte de los cuidados de los hogares. Valeria Esquivel se refiere a la reducción del cuidado como una “R” más (sumada a la redistribución y el reconocimiento) para reordenarlo socialmente.[22] Esto supone la ampliación de los servicios públicos de cuidado, incluyendo la remunicipalización, garantizando unas condiciones dignas de trabajo de las personas que lo prestan, así como un trato no victimizador y respetuoso con la agencia de las personas que reciben el cuidado. En cuanto a las externalizaciones, es necesario poner sobre la mesa que las lógicas economicistas suelen ir en contra de la calidad del cuidado y de los derechos de las trabajadoras. En este sentido, la economía social y solidaria puede ser un aval para que los beneficios de las empresas no pasen por encima de las necesidades de las personas.

En lo que se refiere a emprender cambios más profundos, es necesario crear y difundir discursos que pongan en valor el cuidado como pilar del bienestar individual y colectivo, y la responsabilidad de todas las personas con el mismo. También son necesarias reformas más estructurales que posibiliten el cuidado cotidiano, aquel que no responde a necesidades especiales y el autocuidado. Se requieren políticas que cambien el modelo urbano centrado en las funciones mercantiles y que dificulta el cuidado, como ha denunciado el urbanismo feminista. Y también son centrales las políticas de tiempo, que, siguiendo el referente italiano, pueden enfocarse en tres ámbitos: políticas centradas en el ciclo vital, por ejemplo de envejecimiento activo; medidas relacionadas con el tiempo de trabajo que promuevan la conciliación con corresponsabilidad, como las reducciones de jornada generalizadas o los permisos de paternidad iguales e intransferibles; y las políticas de tiempo en la ciudad, que promueven una adecuación de los horarios de los diversos servicios y una mejor correspondencia entre estos y los horarios laborales.[23]

En definitiva, una apuesta política que se proponga una resolución de los cuidados justa y sostenible tiene que procurar que la familia cargue menos peso, que el sector público se responsabilice más y que el mercado no vaya en detrimento de la calidad del cuidado ni de los derechos de las personas cuidadoras. En lo que se refiere a la comunidad, es importante darle un mayor protagonismo en la organización social del cuidado, ya que tiene una gran capacidad performativa en lo que se refiere a la politización del cuidado.

NOTAS

[1] C. Carrasco; C. Borderías y T.Torns. «Introducción. El trabajo de cuidados: antecedentes históricos y debates actuales» en C.Carrasco; C. Borderías y T.Torns (eds.), El Trabajo de cuidados. Historia, teoria y políticas, Catarata, Madrid, 2011.

[2] íbidem

[3] íbidem

[4] C. Thomas, «Deconstruyendo los conceptos de cuidados», en C.Carrasco; C. Borderías y T.Torns (eds.), El Trabajo de cuidados. Historia, teoria y políticas, Catarata, Madrid, 2011

[5] M.T. Torns Martín, V. Borràs, C. Recio, S. Moreno Colom, S. «El temps de treball i el benestar quotidià». Arxius de Sociologia, 24, 2011, pp.35–46

[6] A. Pérez Orozco. Subversión feminista de la economía. Traficantes de sueños, Madrid, 2014

[7] M. Lagarreta Iza, «Cuidados y sostenibilidad de la vida: Una reflexión a partir de las políticas de tiempo», Papeles del CEIC, 1, 2014, pp.93–128.

[8] C. Carrasco, Op.cit

[9] A. Pérez Orozco, Op.cit.

[10] C. Carrasco, «La economía feminista: ruptura teórica y propuesta política» en C. Carrasco (ed.), Con Voz propia. La Oveja Roja, Madrid, 2014.

[11] S. Razavi, «The Political and Social Economy of Care on a Development Context: Conceptual Issues, Research Questions and Policy Opcions», UNRISD Working Paper 3, Programme Gender and Development, 2007.

[12] D. Comas d’Argemir. «Los cuidados y sus máscaras. Retos para la antropología feminista», Mora (Dossier: Pasado y Presente de la antropología feminista), vol. 20, 1, 2014, pp. 1-12.

[13] Ibidem

[14] A. Hochschild. «Las cadenas mundiales de afecto y asistencia y la plusvalía emocional» en A.Giddens y W.Hutton (eds.), En el límite: La vida en el capitalismo global, Tusquets, Barcelona, p.187-208.

[15] L. Gálvez, «Una lectura feminista del austericidio». Revista de Economía Crítica, 2013, p.80-110.

[16] S. Ezquerra, «Crisis de los cuidados y crisis sistémica: la reproducción como pilar de la economía llamada real», Investigaciones feministas, 2011 (vol.2), p.175-194.

[17] M. Lagarreta Iza, Op.cit.

[18] M.T. Torns Martín, Op cit.

[19] M. Daly y J. Lewis, «El concepto de social care y el análisis de los estados de bienestar», en C. Carrasco; C. Borderías y T. Torns (eds.), Op. cit.

[20] N. Fraser «La política feminista en la era del reconocimiento: una aproximación bidimensional a la justicia de género» en N.Fraser (ed.) Fortunas del Feminismo, Traficantes de sueños, 2015

[21] S. Ezquerra y E. Mansilla, «Polítiques Municipals, Acció Comunitària i Economia de les Cures a la Ciutat de Barcelona», documento de trabajo.

[22] V. Esquivel, «El cuidado: de concepto analítico a agenda política», Nueva Sociedad, 2015, p.63-74.

[23] M. LagarretaIza, Op.cit.

 

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