La distribución moderna: la invasión de los supermercados
Nuestros hábitos alimentarios y de consumo han sufrido, en los últimos años, una profunda transformación. La aparición de los supermercados, hipermercados, cadenas de descuento, autoservicios… (lo que se ha venido en llamar distribución moderna) han contribuido a la mercantilización del qué, el cómo y el dónde compramos supeditando la alimentación, la agricultura y el consumo a la lógica del capital y del mercado.
Un modelo depredador
Desde la apertura del primer supermercado en el Estado español en el año 1957, este modelo de distribución y venta se ha ido generalizando, especialmente a lo largo los años 80 y 90, llegando a ejercer a día de hoy un monopolio absoluto de la distribución alimentaria. En la actualidad, cinco grandes cadenas controlan la distribución de más de la mitad de los alimentos que se compran en el Estado español sumando un total del 55% de la cuota de mercado: Carrefour controla un 23,7% de la cuota, Mercadona un 16%, Eroski un 7,4%, Alcampo un 6,1% y el Corte Inglés un 2,3%. Además, si sumamos a éstos la distribución realizada por las dos principales centrales de compra mayoristas (Euromadi e IFA), llegamos a la conclusión de que solo siete empresas controlan el 75% de la distribución de alimentos (García y G. Rivera, 2007).
Nunca el mercado de la distribución de alimentos había estado en tan pocas manos, pero no solo eso. Más del 80% de la compra de alimentos se realiza en supermercados, hipermercados… y el 55% de estas compras se llevan a cabo en tan solo cinco grandes cadenas: Mercadona, Carrefour (que incluye a Dia y Champion), Alcampo, Eroski y el Corte Inglés (que incluye Open Cor) (García y G. Rivera, 2007). En consecuencia, el consumidor cada vez tiene menos puertas de acceso a los alimentos y el productor cada vez tiene menos opciones para llegar al consumidor. El poder de venta a los consumidores y el poder de compra a los distribuidores, por parte de unas pocas empresas, es total.
Esto es lo que se ha venido en llamar la teoría del embudo: millones de consumidores por un lado y miles de campesinos por el otro y tan solo unas pocas empresas controlan la cadena de distribución de alimentos. A nivel europeo, por poner un ejemplo, se contabilizan unos 160 millones de consumidores en un extremo de la cadena alimentaria y unos 3 millones de productores en el otro, en medio unas 110 centrales y grupos de compra /2 monopolizan el sector (Vorley, 2003). Este modelo de distribución moderna tiene graves consecuencias no solo en el agricultor y en el consumidor, sino también en el lugar y en el modo de trabajo, en el medio ambiente, en el comercio local, en el modelo de consumo, en los países del Sur.
Agricultura industrial y alimentos viajeros
Como hemos señalado, el modelo de distribución moderna tiene graves impactos en el agricultor. No en vano en los diez últimos años en el Estado español han desaparecido casi diez explotaciones agrarias al día y la población campesina activa se ha reducido al 5,6% del total. Con estas cifras, en los próximos quince años, el Estado español tendrá que importar el 80% de los alimentos necesarios para alimentar a su población (Fundació Terra, 2006). Pero aquí no terminan las consecuencias para el agricultor, en el año 2005 el Índice de Precios al Consumo (IPC) de la alimentación subió un 4,2% sin embargo los precios de venta de los productos agrícolas disminuyeron. Esto provocó un descenso de la renta agraria en un 12%, llegándose a situar en un 65% de la renta general (García, 2007).
La distribución moderna determina un modelo de agricultura y de campesinado donde las producciones familiares no tienen cabida, a la vez que promueve una agricultura industrial, intensiva e insostenible. La situación de monopolio ha llevado a que el agricultor cada vez cobre menos por su producto y el consumidor pague más, siendo la gran distribución quien se lleva la diferencia. De este modo, los precios en origen de los productos agrícolas han llegado a multiplicarse hasta por once en destino, existiendo una diferencia media de 390% entre el precio en origen y el precio en destino (COAG, 2007). Se calcula que más del 60% del beneficio final del precio del producto se concentra en la distribución moderna.
Esta lógica de sometimiento del agricultor es extensible a otros proveedores. La situación de monopolio de la distribución moderna le permite establecer unas reglas comerciales que asfixian a sus suministradores, quienes a su vez se ven obligados a autoexplotarse o a explotar a sus trabajadores, siempre en busca de la maximización de los beneficios, en una cadena de explotación de mayor a menor. La ganadora, sin duda, es siempre la distribución moderna única vía de entrada al consumidor. La mercantilización de la agricultura conduce a una “deslocalización alimentaria” sin precedentes con alimentos que recorren miles de kilómetros antes de llegar a nuestras mesas y que conlleva graves consecuencias medioambientales. Se calcula que en la actualidad, la mayor parte de los alimentos viajan entre 2.500 y 4.000 kilómetros antes de ser consumidos, un 25% más que en 1980. Nos encontramos antes una situación totalmente insostenible donde, por ejemplo, la energía utilizada para mandar unas lechugas de Almería a Holanda es tres veces superior a la utilizada para cultivarlas (Fundació Terra, 2006).
Nuestra alimentación se basa en el consumo de alimentos cada vez más lejanos con la consiguiente pérdida de información sobre el origen y el modo de producción de los mismos. Según el estudio británico Eating oil: food suply in a changing climate (Jones, 2001) una comida dominical típica británica realizada con fresas de California, brócoli de Guatemala, arándanos de Nueva Zelanda, ternera de Australia, patatas de Italia, habichuelas de Tailandia y zanahorias de Sudáfrica genera 650 veces más emisiones de carbono, debido al transporte, que si la misma comida hubiese sido realizada con alimentos cultivados localmente. Una práctica irracional, ya que muchos de los alimentos importados se producen localmente. Gran Bretaña importa grandes cantidades de leche, cerdo, cordero y otros productos básicos, a pesar de que exporta cantidades similares de los mismos (Halweil, 2003).
Pero los alimentos viajeros no solo conllevan una contaminación medioambiental creciente, sino que inducen a la uniformización y estandarización productiva. Por poner un ejemplo, si hasta hace pocos años en determinadas regiones de Europa existían hasta centenares de variedades distintas de manzanas, hoy en día en un supermercado tan solo se podrán encontrar como mucho diez variedades en todo el año. Esto ha conducido al abandono del cultivo de variedades autóctonas en favor de aquellas que tienen una mayor demanda por parte de la gran distribución, por sus características de color, tamaño, etc. Una situación que se podría aplicar a muchos otros alimentos como el maíz, el tomate, la patata… donde el criterio mercantil y productivo ha primado por encima del ecológico y sostenible. La aparente diversidad publicitada por los supermercados no es nada más que una ficción.
Pero este modelo de distribución comercial moderna conlleva también consecuencias negativas para quienes forman parte de su plantilla laboral. Los trabajadores de estos centros comerciales están sometidos a una estricta organización laboral neotaylorista caracterizada por ritmos de trabajo intensos, tareas repetitivas y rutinarias y con poca autonomía de decisión. Una situación que comporta la aparición de agotamiento, estrés y enfermedades laborales propias del sector como dolores crónicos de espalda y cervicales (Barranco, 2007).
En lo que respecta a las condiciones contractuales, priman las tablas salariales bajas y se introduce la “flexibilidad numérica” que permite a la empresa contar con un grupo de trabajadores temporales, con jornadas flexibles, que son utilizados para ajustar el número de personal a cada momento de la producción. Estas jornadas y horarios atípicos generan en los trabajadores afectados serias dificultades para conciliar su vida laboral con la social y familiar perdiendo incluso el control sobre su tiempo de “no trabajo” al no contar con un horario estable (Barranco, 2007).
Además, en estos centros se lleva a cabo una política anti-sindical, intentándose evitar la creación de sindicatos de trabajadores a través de prácticas ilegales, dificultando el derecho a reunión, presionando psicológicamente a los trabajadores que están en las listas sindicales, discriminando laboralmente a quienes son sindicalistas o a través de la creación de sindicatos amarillos controlados por la patronal y que tiene por objetivo evitar la creación de sindicatos de trabajadores.
Una de las cadenas de distribución moderna que suma más abusos laborales a nivel mundial es Wal-Mart, el gigante del sector y la multinacional con un mayor número de trabajadores en todo el mundo. Wal-Mart tiene una política de gestión de la mano de obra basada en el pago de salarios muy bajos (un 20% inferiores a la media en el sector en Estados Unidos), y una feroz estrategia antisindical que ha conseguido abortar virtualmente casi todos los intentos de sindicalización en sus establecimientos en América del Norte (Antentas, 2007).
Adiós al comercio local
Desde los años 80 y en contraposición al auge de la distribución moderna, el comercio tradicional de alimentos ha sufrido una erosión constante e imparable llegando a ser a día de hoy casi residual. Si en el año 1998 existían en el Estado español 95 mil tiendas, en el 2004 esta cifra se había reducido a 25 mil (García y G. Rivera, 2007).
Algunos estudios han analizado el impacto de la distribución moderna en el ámbito local. Tomando el caso de Wal-Mart, en 1997, la Iowa State University hizo público un informe donde evidenciaba el impacto de este gigante de la distribución en la región. En un período de doce años habían cerrado el 50% de las tiendas de venta al detalle (50% tiendas de ropa, 42% de variedades y 30% de informática).
En la misma línea, un estudio de Neumark et al (2007) concluía que por cada puesto de trabajo creado por Wal-Mart en un municipio se destruían 1,5 puestos de trabajo en los negocios preexistentes.
Hay que tener en cuenta que el pequeño comercio forma parte de la economía y de la comunidad local y contribuye a reforzarla. En este sentido, un trabajo realizado por Friends of the Earth (La Trobe, 2002) afirmaba que un 50% de las ganancias de estos establecimientos retornaban a la comunidad, normalmente a través de la compra de productos locales, salarios de los trabajadores y dinero gastado en otros negocios, mientras que los supermercados retornaban tan solo un escuálido 5%.
Otro de los impactos de la gran distribución en las comunidades tiene que ver con la accesibilidad. La creciente desaparición del pequeño comercio ha generado problemas de acceso a los alimentos por parte de aquellos sectores con menores recursos económicos, gente mayor y quienes no tienen coche. La generalización de grandes centros comerciales en las afueras de las ciudades y el consiguiente cierre de comercios locales (especialmente evidente en los países anglosajones) ha hecho que aquellos que no tenían disponibilidad de transporte privado o con dificultades de movilidad hayan quedado al margen del sistema de distribución de alimentos.
Un estudio de Friends of the Earth (2005) sobre los hábitos de compra en Gran Bretaña señalaba que había una mayor inclinación a la compra de alimentos en pequeños establecimientos en zonas urbanas con menores ingresos económicos. En consecuencia, cuando éstos cerraban eran, precisamente, las poblaciones más desfavorecidas quienes se quedaban sin medios para acceder a los alimentos.
Esta situación ha contribuido a la aparición de los llamados “desiertos alimentarios”, zonas urbanas con crecientes dificultades para acceder a alimentos frescos y saludables, especialmente en áreas urbanas empobrecidas, donde la desaparición del pequeño comercio local ha dejado sin abastecimiento a las poblaciones locales.
Según señalaba el periódico británico The Observer 26/08/2007), cuatro millones de personas en Gran Bretaña, especialmente entre las familias más pobres, no pueden acceder a una dieta saludable.
Más allá del cierre de comercios locales, otro de los impactos de la generalización de las grandes superficies se da a nivel medioambiental, no solo por la creciente comercialización de alimentos producidos a miles de kilómetros de distancia de donde son vendidos y consumidos (con el consiguiente uso del transporte aéreo y de emisiones de gas de efecto invernadero) sino por el aumento del uso del coche para llegar a estas grandes superficies. Según el gobierno británico (The Observer, 26/08/2007), uno de cada diez viajes en coche en el Reino Unido son realizados para ir a comprar comida con el consiguiente coste en emisiones de dióxido de carbono, problemas de tráfico, ruidos, accidentes y embotellamientos.
Además, hay que tener en cuenta el excesivo uso del packaging por parte de estas cadenas. Los envases y embalajes constituyen una cuarta parte de la basura doméstica y un 70% de los mismos está relacionado con el embalaje de los alimentos (INCPEN, 2001). Las políticas de envasado impuestas por los supermercados son responsables de esta situación con unas normativas inflexibles que apuestan por el uso sistemático del empaquetado. Un estudio realizado en Austria permitió observar que los compradores que acudían a cooperativas de consumo generaban un 75% menos de residuos que los que compraban en supermercados (Erzeuger Verbraucher
Initiative, 1992).
Frente a los impactos negativos que les son atribuidos, la distribución moderna diseña una estrategia de lavado de imagen con tintes verdes y solidarios. Es así como en los últimos años han proliferado en los estantes de sus establecimientos productos ecológicos y de comercio justo.
Una estrategia que ha despertado las críticas de un sector del movimiento por un comercio justo y del consumo ecológico.
En el Estado español cadenas comerciales como Carrefour, Alcampo y Eroski son algunas de las grandes distribuidoras que más esfuerzos han dedicado a dotarse de una imagen “equitativa y responsable” a partir de la comercialización de productos de comercio justo y ecológicos. Pero a pesar de la introducción de estos productos en sus lineales, las prácticas comerciales de estas cadenas no han cambiado. El comercio justo y ecológico es utilizado como un instrumento de limpieza de imagen, tras el cual se esconden graves impactos en el medio ambiente, en la comunidad, en los derechos de los trabajadores, en el comercio local, etc (Vivas, 2007).
La mayoría de las grandes cadenas de distribución cuentan con fundaciones propias o se integran en otras impulsadas desde el sector empresarial, con el objetivo de promover una imagen “socialmente responsable”. El gigante de la gran distribución, Wal-Mart, cuenta con la Wal-Mart Foundation, desde donde financia, prioritariamente, actividades en el ámbito local. Casualmente es en este ámbito donde su imagen está más deteriorada, debido a unas prácticas antisindicales y desleales en la fijación de los precios de los productos que acaban con el pequeño comercio y precarizan la mano de obra.
En la misma línea podríamos citar el ejemplo de otras grandes cadenas como Carrefour con la Fundación Solidaria Carrefour-Norte o Alcampo que no cuenta con una fundación propia pero forma parte de la Fundación Empresa y Sociedad, a la que pertenecen otras multinacionales de brillante expediente “solidario” como BBVA, Nike, Novartis, Telefónica, Iberdrola, Inditex, La Caixa, El Corte Inglés, Sol Melià, Repsol YPF y Unión Fenosa, por citar sólo algunas.
Control gubernamental
Frente al impacto negativo de la distribución moderna en distintos ámbitos y el aumento de la presión ciudadana, especialmente significativa en el mundo anglosajón, algunos países de la Unión Europea han empezado a introducir leyes para legislar el sector: regulación de las relaciones entre el productor y el distribuidor, prohibición de la venta por debajo del precio de coste, acabar con la dependencia en las relaciones comerciales, etc.
En el Reino Unido, la Comisión de la Competencia llevó a cabo una investigación exhaustiva sobre las prácticas de los supermercados en la venta al detalle y la compra a sus proveedores que fue publicado en el año 2000. El Informe concluía con un listado de un total de 52 prácticas consideradas anti-competitivas entre éstos y sus proveedores e instaba a que los cuatro principales supermercados del Reino Unido cumpliesen con un Código de Prácticas en sus relaciones con los proveedores (AA VV, 2007). Con la creciente concentración del mercado por parte de la distribución moderna, la Comisión de Competencia lanzó una segunda investigación en el año 2006 que concluirá en el 2008.
En Francia, con el objetivo de poner freno a la dependencia del proveedor respecto a la distribución moderna, se aprobó, en los años 1996 y 2005, la Ley Galland y la Ley Dutreil respectivamente. Ambas establecían la prohibición de vender por debajo del precio de coste de producción y la segunda prohibía los pagos a posteriori y las tarifas de “coste de servicios” que la distribución moderna imponía a los proveedores.
La Ley Dutreil establecía también que los contratos entre distribuidor y proveedor tenían que contener los precios fijados sin descuentos escondidos. En Alemania, en junio del 2005, la legislación sobre la competencia fue reformada para asegurar que las grandes distribuidoras no utilizaban su poder de mercado para exigir condiciones especiales a sus proveedores (AA VV, 2007). Estas iniciativas, aunque limitadas, ponen de relieve la creciente preocupación sobre el monopolio de la distribución moderna y su poder de negociación y de control del mercado.
La neocolonización del Sur
Hemos visto los impactos negativos de la distribución moderna en muchos y diversos ámbitos, la estrategia de ésta para hacer frente a las críticas y los intentos, limitados, de control por parte de los estados, pero la voracidad de la gran distribución no tiene límites. Con la saturación de los mercados en el norte y una creciente clase media en el Sur, la distribución moderna mira hacia nuevas cuotas de mercado.
Países de Asia, América Latina y África, especialmente India y China, se han convertido en nuevos objetivos estratégicos. Se trata de mercados vírgenes donde la mayoría de la población se abastece en los mercados locales y prácticamente no existe un comercio al menor organizado y tecnificado. En la India, por ejemplo, el 95% del mercado al detalle se encuentra en manos de pequeños negocios familiares, sin acceso a la tecnología digital, y éstos suman un total de ventas de unos 250 mil millones de dólares (Poston, 2006). Los beneficios potenciales en estos continentes son enormes.
Como señalaba el informe de la FAO El estado de la inseguridad alimentaria en el mundo 2004, América Latina y Asia han sido las regiones del planeta que han experimentado una mayor inversión por parte de las corporaciones alimentarias multinacionales.
De 1988 a 1997, las ventas de alimentos a través de los supermercados se duplicó con creces tanto en América Latina como en Asia oriental y sur-oriental.
En los países más grandes y ricos de América Latina, la cuota de ventas de los supermercados pasó de un 15%-20% en 1990 al 60% en el 2000. En Asia, el auge de los supermercados empezó más tarde, pero despegó de forma todavía más rápida. En tan solo dos años, de 1999 al 2001, la proporción de alimentos elaborados y envasados vendidos por los supermercados en las zonas urbanas de China aumentó en más del 50%. En tan solo veinte años, de 1980 al 2001, las cinco cadenas de supermercados más grandes del mundo ampliaron el número de países en que operaban en al menos
un 270%. En la actualidad, las cadenas más grandes controlan del 65 al 95% de las ventas que se realizan en los supermercados en América Latina (FAO, 2004).El rápido aumento y la creciente concentración de los supermercados tienen profundas repercusiones en la seguridad alimentaria y en el bienestar nutricional de las personas situadas en ambos extremos de la cadena, desde los agricultores que deben adaptarse a los requisitos y normas impuestas por unos mercados en continua evolución hasta los consumidores de las zonas urbanas que cada vez dependen más de los alimentos distribuidos por estas cadenas (FAO, 2004).
Pero algunos de estos países no se lo están poniendo fácil. Éste es el caso de la India con políticas tradicionalmente proteccionistas en materia de comercio al detalle, aunque recientemente el gobierno indio parece haber llevado a cabo una cierta apertura del mercado a los inversionistas extranjeros permitiendo que empresas de otros países y de una sola marca (Mc Donalds, Marks & Spencer, Ikea…) posean el 51% de algunos negocios.
Sin embargo, las multinacionales de la distribución moderna se encuentran con una legislación adversa para establecerse en la región. Como afirmaba el ministro de comercio e industria indio, Kamal Nath: “permitir la entrada a los grandes grupos internacionales multimarca como el estadounidense Wal-Mart, el británico Tesco y el francés Carrefour sería ir demasiado lejos (…) Necesitamos encontrar un modelo que no desplace a nuestros vendedores minoristas existentes” (Poston, 2006). De todos modos, estas cadenas optan por negociar con grandes conglomerados de la distribución minorista india para poder acceder a los mercados internos.
Algunas alternativas
Pero frente a este modelo comercial, ¿qué alternativas se plantean? En primer lugar, es necesario llevar a cabo un consumo responsable y consumir en función de lo que realmente necesitamos. La lógica del sistema capitalista se basa en la producción generalizada de mercancías y para que estas mercancías sean vendidas desarrolla un modelo consumista que parte de la creación artificial de necesidades y la obsolescencia planificada de los productos.
Cada vez consideramos que para ser felices debemos de consumir más. Pero si todo el mundo consumiese como un ciudadano estadounidense serían necesarios cinco planetas tierra para satisfacer las necesidades de consumo de la población mundial (Tello, 2004). Se trata de un modelo
totalmente insostenible.
En segundo lugar, podemos encontrar alternativas a la compra en grandes cadenas de distribución a través de los circuitos cortos y de proximidad: tiendas de barrio, mercados, colmados. Se trata de un modelo comercial enraizado en el territorio y la comunidad, que fortalece el tejido social barrial y aporta recursos económicos al mismo, si bien es importante no caer en idealizaciones simplificadas sobre el pequeño comercio como a veces se hace. Es necesario informarse de donde provienen los productos y alimentos que allí se distribuyen, cómo se han fabricado, cuáles son las condiciones laborales de los empleados… e instar a los comerciantes a promover la producción local y del entorno y el empleo digno.
En tercer lugar es fundamental la acción política. En el ámbito del consumo podemos participar en cooperativas de consumidores de productos ecológicos que funcionan, habitualmente, a nivel barrial y que a partir de un trabajo autogestionado establecen relaciones de compra directas con los productores ecológicos de su entorno con el objetivo de llevar a cabo un consumo ecológico, solidario y de apoyo
al campesinado local.
En cuarto lugar es necesario que esta acción política trascienda el ámbito del consumo y que rompamos el mito de que nuestras acciones individuales, por sí mismas, generarán cambios estructurales. En este sentido, es fundamental una acción política colectiva dirigida a conseguir cambios reales en las instituciones políticas y económicas en dirección a un nuevo modelo de desarrollo y crecimiento sostenible social y ecológicamente.
Un consumo responsable sólo será posible en un contexto más amplio de transformación social, política y económica y para conseguirlo es fundamental la creación de espacios de resistencia, de transformación y de acción política colectiva.