Comercio Justo o Justicia del Comercio

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Muchos son los empeñados en considerar que el término “Comercio Justo” (como el de “Economía Ética” o “Economía Solidaria”, o incluso el de “Banca Ética”) es un oxímoron o contradictio in terminis, cuando en realidad se trata de un concepto nuevo, que pretende recuperar un sentido más humano, más basado en la persona que en el individuo y sus intereses, para el sustantivo en cuestión (sea comercio, economía o banca). Lo que se pretende es demostrar que es posible la justicia dentro de las relaciones de intercambio que llamamos comercio, las relaciones de producción y consumo que llamamos economía, y las de la gestión del propio intercambio, sea con moneda o no, a lo que llamamos banca.

Introducir el factor “persona”, su dignidad intrínseca, comprometemos todo lo que debe salvaguardar esta última, en el funcionamiento de nuestra sociedad, de nuestra vida en comunidad, que hoy es simplemente un pasar solos y solas por el mundo que nos hemos creado, buscando satisfacer el más básico tener, antes que el mucho más propio ser.
Hemos trastocado nuestra vida. Nacemos envueltos en pañales, literal y metafóricamente; en lo literal, con prendas ya consumidas por otros para nuestro uso, con lo que ya comprometemos nuestro propio futuro; en lo metafórico, porque se nos trata como a inválidos, como no-válidos, queriendo conservarnos como un bien que no se puede consumir demasiado rápido, ya que se agota. En nuestra infancia y adolescencia se nos instruye en conocimientos que nos exceden y abruman, sin llegar a comprender su conexión con nuestra realidad, sometiéndonos a una férrea disciplina en algunas cosas, y consintiendo nuestros caprichos como compensación. De adultos, ya sólo queremos apoderarnos de lo que es nuestro, o más bien, de lo que consideramos nuestro. Un “nuestro” que no parte del empoderamiento, sino de la apropiación. La propiedad privada nos absorbe, nos hace egoístas y egocéntricos, derrochadores de todo cuanto se pone a nuestro alcance, olvidando que sólo podemos usarlo para el beneficio común, que también es el nuestro, y no podemos (debemos) abusar de ello. Las relaciones de justicia y caridad brillan por su ausencia en nuestra vida ordinaria, y las hemos remitido a un pequeño espacio de “maquillaje”.
Ese pequeño espacio es el que ocupa el Comercio Justo. Pretender que es la solución no es más que infantilismo; una cosa es mostrar como podría ser un funcionamiento justo de las relaciones comerciales, y otra pretender que esa es la solución a los problemas del mundo. Cuando hacemos hincapié en que buscamos un mundo mejor que es posible, estamos diciendo que hay otras formas de hacer las cosas que nos procurarían unas circunstancias vitales sanas, estables, sostenibles, que hoy por hoy no tenemos y usamos burbujas de colores para demostrar su existencia; pero no son más que eso, burbujas de colores, si no buscamos un cambio global, una realidad alternativa, otro mundo.
Pretender que las relaciones comerciales, financieras, productivas y de consumo sean justas, implica una serie de condiciones que no son fáciles de conseguir:
Perder el miedo. Miedo a que las cosas cambien, miedo a no tener un plan de pensiones, miedo a cambiar de trabajo, de ciudad, de país. Miedo a tener menos y ser más. Sufrimos un exceso de seguridad.
Disfrutar de la diferencia. Diferentes formas de pensar, creer, comer, vestir, amar, son necesarias para crecer como personas, y aceptar que existen, tolerarlas, no es suficiente, tenemos que llegar a disfrutar con la multiplicidad. En vez de arcoiris, buscamos una noche nublada.
Amar por encima de todo. Amar a los demás significa considerarlo uno conmigo (solidaridad), con el que puedo y debo llevar a cabo mi vida en comunidad (cooperación), al que considero un igual en la diferencia (caridad), con el que mantengo una unión en la que sus problemas son los míos (compasión) y con quien quiero ser corresponsable y correspondiente (misericordia).
Esto es justicia, lo demás son paños calientes, necesarios por educativos, pero transitorios.
Autor: Juan Carlos Vila
Fuente: Cuadernos desde el Escaque