Economía Solidaria

Semillas de Economía Alternativa

Este artículo de José Ángel Moreno forma parte del libro “Los compromisos de las empresas con los Objetivos de Desarrollo Sostenible” editado por la Fundación ETNOR. Publicado en Ágora. Introducción Mi intervención va a ir dirigida a analizar determinadas nuevas prácticas económicas que están desarrollándose en el seno de la sociedad civil y que están creciendo con […]

25 marzo 2019
Fuente:Ágora

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Este artículo de José Ángel Moreno forma parte del libro “Los compromisos de las empresas con los Objetivos de Desarrollo Sostenible” editado por la Fundación ETNOR. Publicado en Ágora.

Introducción

Mi intervención va a ir dirigida a analizar determinadas nuevas prácticas económicas que están desarrollándose en el seno de la sociedad civil y que están creciendo con una intensidad considerable desde hace unos cuantos años. Centraré mi observación en torno a tres modalidades específicas de esas nuevas prácticas, sobre las que me gustaría reflexionar con ustedes.

Ante todo, es necesario destacar que se trata de fenómenos económicos en buena medida recientes y desde luego, multiformes y plurales. Representan formas de actividad económica de carácter empresarial o cuasi empresarial, pero tienen una doble pretensión. Por un lado, su objetivo es generar transformación social y resolver problemas sociales de forma prioritaria -o, en algunos casos, subsidiaria o complementaria-. Por otro lado, como entidades empresariales o cuasi empresariales, estas iniciativas tienen que tratar también de conseguir rentabilidad económica. En unos casos, como prioridad y, en otros, como mero instrumento para ser sostenibles y poder desarrollar su misión. En todo caso, se trata de iniciativas eminentemente prácticas y que, conscientemente, se sitúan al margen de las empresas convencionales, pero que desarrollan su actividad de forma fundamentalmente mercantil. Es decir, no se trata de filantropía, aunque en muchas ocasiones sean motivaciones muy cercanas a la filantropía las que las impulsan.

Así mismo, como decía, se trata de un conjunto muy heterogéneo de actividades, con modalidades que en no pocos casos se solapan o entrecruzan. Y, ciertamente, un conjunto de actividades que constituyen un fenómeno claramente minoritario frente al volumen de la economía convencional, si bien ya no se pueda decir que se trate de algo testimonial, puesto que muchas de estas actividades están alcanzando una relevancia indiscutible y están creciendo a una velocidad, en muchos casos, vertiginosa.

Tanto es así, que se están convirtiendo en un poderosísimo foco de atracción para las empresas convencionales, grandes y pequeñas, que están penetrando decididamente en el ámbito de actuación de estas nuevas entidades atraídas por el inmenso nicho de mercado, de crecimiento y de beneficio que late tras ellas. Y, dicho sea de paso, muchas grandes empresas que están entrando en este ámbito de actuaciones están contribuyendo, en buena medida, a distorsionar en muchos casos su carácter y objetivo primigenios.

¿Un fenómeno nuevo?

En todo caso, no puede olvidarse que no estamos ante un fenómeno enteramente nuevo, sino que, con diferentes modalidades, se ha venido desarrollando en el marco del capitalismo desde hace ya mucho tiempo. El cooperativismo y la economía social -claros inspiradores de muchas de las iniciativas aquí contempladas- surgen en Europa a mediados del siglo XIX. También, muchas iniciativas relacionadas con lo que hoy llamamos finanzas éticas se extienden en los países más avanzados a finales del siglo XIX y principios del XX. Ahora bien, no es hasta mediados de los años 80 del pasado siglo cuando comienzan a consolidarse una serie de prácticas que tienen matices diferenciales bastante significativos frente a la economía social tradicional. En buena parte, fruto de las nuevas tecnologías, que contribuyen a generar esas diferencias y que, en gran medida, son la base del intensísimo crecimiento de muchas de estas actividades. Al margen de que en muchos sectores de la sociedad civil que impulsan estos movimientos late una indudable actitud crítica frente al cooperativismo y a la economía social tradicionales, de los que se piensa que, en muchos casos, a medida que han ido creciendo y han ido teniendo éxito se han ido domesticando y asimilando a pautas de funcionamiento y objetivos propios de la economía convencional. Es el virus del isomorfismo mercantil -de la mercantilización- que, según algunos críticos, acompaña casi inevitablemente al crecimiento de la dimensión. Sea como fuere, y a pesar de que el cooperativismo sigue siendo un potente modelo para muchos de los nuevos fenómenos, los matices diferenciales se hacen cada vez más patentes desde mitad de los años 80 y crecen con mucha intensidad desde entonces. Además, en su evolución se puede detectar un punto de inflexión claro marcado por el estallido de la última crisis: sus trágicos efectos en muchos sectores y colectivos sociales -golpeados duramente tanto por la crisis como por las políticas de austeridad desarrolladas frente a ella- han impulsado la búsqueda de alternativas y prácticas económicas autónomas, fuera de la economía convencional y fuera de la política tradicional, con el objetivo básico de generar ingresos para colectivos excluidos del mercado de trabajo y mitigar algunos de los problemas generados por el dramático empeoramiento de las condiciones económicas, pero con la frecuente finalidad también de encontrar alternativas frente a las formas de funcionamiento económico imperantes. Todo ello en el marco de una profunda desconfianza tanto frente al orden económico convencional cada vez más claramente percibido como abiertamente hostil o, al menos ajeno, ante los sectores mayoritarios- como frente al sistema político establecido, que se considera crecientemente supeditado ante los grandes poderes económicos y con cada día menor margen de actuación frente a ellos.

En este contexto, se va consolidando con rapidez un nuevo universo de actividades económicas que se consideran -en mayor o menor medida- diferentes -y en muchos casos abiertamente discrepantes- de las prototípicas de la economía dominante. Un universo, desde luego, plural, en el que cabe, al menos, distinguir dos tipos de filosofías.

Por una parte, la de aquellas entidades o iniciativas que centran su carácter innovador en desarrollar nuevos modelos de negocio, con diferentes métodos y operativas, y que, al hacerlo, contribuyen subsidiariamente a resolver problemas sociales y a satisfacer mejor determinadas necesidades económicas, pero que no cuestionan directamente el orden económico establecido. Y por otra parte, aquéllas que, claramente, sí lo cuestionan, desde planteamientos ideológicos alternativos frente al modo de vida dominante, la concepción establecida de bienestar y el sistema económico actual. Esta segunda línea de actuaciones o entidades, ciertamente, se plantean como objetivo colaborar en la transformación social de una forma explícita. No obstante, también en el caso de las primeras puede ser notable su capacidad transformadora práctica: aunque solo se planteen desarrollar nuevos modelos de negocio, en muchos casos impulsan nuevas formas de comportamientos económicos que contribuyen a incentivar nuevos modelos de empresa y nuevos modelos de inversión, de consumo, de ahorro y de trabajo claramente alternativos a los que caracterizan a la economía convencional. Y al hacerlo, aunque no lo pretendan expresamente, están contribuyendo a generar la oportunidad de entender la economía y la actividad económica de una forma diferente. Demostrando así que es posible una actividad empresarial sostenible -e incluso muy rentable- con objetivos y formas de actuación abiertamente diferentes a los de la economía dominante.

Dicho esto, y como antes apuntaba, voy a centrarme en lo que sigue en tres de estas modalidades específicas de estas nuevas prácticas económicas: la economía colaborativa, las finanzas éticas y la economía social y solidaria. La frontera entre ellas es, muchos casos, muy difusa y se producen muchos solapamientos. Además, hay muchas iniciativas concretas que perfectamente se pueden encuadrar en más de una modalidad e, incluso, algunas -como sucede en ciertas iniciativas de finanzas éticas- perfectamente podría encuadrarse en las tres modalidades.

 

Economía colaborativa

Se trata de una línea de actividad con múltiples denominaciones –aparte de la que ha hecho más fortuna: economía participativa, economía de acceso, economía a demanda, consumo colaborativo…– y que, en esencia, consiste en formas de intercambios de productos, bienes y servicios realizados -en principio- entre iguales. Por eso, a veces, se conoce este tipo de actividad con las siglas P2P (Peer-to-peer), es decir, intercambio entre pares, entre iguales. Una actividad, en este sentido, de raíces inmemoriales -el trueque-, pero que alcanza sus rasgos característicos con su materialización a través de plataformas digitales, orientadas -inicialmente, al menos- más que a la compra, al uso, al alquiler, a la colaboración o a la utilización compartida de bienes y servicios.

En la actualidad, la economía colaborativa se extiende prácticamente a todos los ámbitos de la economía con una fuerza que parece irresistible. Sobre todo en el mundo del consumo, donde tiene su origen, pero también en otros ámbitos, como la producción, el trabajo, las finanzas, la innovación, la formación o la comunicación, implantándose en todos los sectores de actividad.

Es una práctica que descansa en un elemento crucial: la confianza. Todas las plataformas digitales que canalizan los intercambios colaborativos tratan de dotarse de procedimientos para garantizar la confianza, de forma que personas que no se conocen entre sí en absoluto, y que pueden vivir a miles de kilómetros de distancia, se atrevan a intercambiar entre ellos productos y servicios. El éxito de estas plataformas depende sustancialmente del grado de confianza que sean capaces de impulsar en sus usuarios.

En Estados Unidos, las plataformas digitales de la economía colaborativa generaban en 2013 ingresos superiores a los 3.500 millones de dólares y un volumen de tráfico total de más de 26.000 millones de dólares. Respecto a la Unión Europea, puede verse el cuadro 1 sobre las plataformas digitales de los cinco sectores que más tráfico generan en la economía colaborativa.

cuadro 1

Son cifras seguramente inferiores, pero ya muy próximas, a las que generan estos sectores en Estados Unidos. Aunque, quizás lo más significativo es que se trata de sectores en los que la economía colaborativa ha crecido en los últimos cuatro años a un ritmo anual superior al 50%, llegando en algunos casos a ritmos del 75%, según el mismo informe. Son ritmos propios de una progresión casi geométrica. De forma tal que los autores del informe se permiten estimar que en 2025 sólo estos cinco sectores estarán generando un volumen de operaciones en torno a 335.000 millones de euros.

Las cifras a nivel mundial están en consonancia. Hay estimaciones que consideran que el volumen de tráfico total de las plataformas digitales de la economía colaborativa se situará entre el 2 y el 3% del Producto Interior Bruto mundial. Sin duda, deben tomarse con prudencia este tipo de estimaciones, sujetas a muchas insuficiencias empíricas, pero no dejan de revelar la impresionante magnitud que en muy poco tiempo está adquiriendo este fenómeno.

Estamos, por otra parte, ante actuaciones en las que los objetivos económicos son claramente predominantes en muchos casos. Muchas plataformas de este tipo persiguen decididamente la maximización del beneficio de forma expresa, e, incluso, a veces, tan intensamente como en el caso de la economía convencional. Pero también hay muchas plataformas digitales que no tienen ese afán de beneficio y su objetivo se debe a auténticas motivaciones sociales o incluso puramente filantrópicas. Y también existen -y muchas- plataformas híbridas, que persiguen finalidades de los dos tipos: tanto generar rentabilidad y beneficio privado -cobrando comisiones por su intermediación- como, al mismo tiempo, contribuir a crear, en mayor o menor medida, valor social y/o ambiental, aspirando a objetivos como generar lazos comunitarios, impulsar el consumo en colaboración, fortalecer economías y entornos locales, fomentar relaciones de vecindad y el tejido cívico o desarrollar actividades con bajo impacto ambiental, así como incentivar pautas de intercambio menos mercantilizadas y más basadas en relaciones de reciprocidad o cuestionar la obsesión por la propiedad y los valores materialistas.

Desde esta perspectiva, es evidente que en muchas de estas plataformas existe un rechazo de los valores culturales sobre los que se asienta el capitalismo. Es ésa la razón de que autores críticos con el orden económico imperante, como Jeremy Rifkin (3) o, más explícitamente, Paul Mason (4), consideren que la economía colaborativa -en el marco de la revolución digital- está erosionando profundamente los fundamentos de la economía convencional y sentando los cimientos de un orden económico inevitablemente distinto al capitalismo que conocemos en la actualidad: un orden presidido por relaciones de producción y consumo más descentralizadas, más cooperativas, más horizontales, menos jerárquicas y menos mercantilizadas que las actuales.

Sin embargo, es indudable que también existen casos muy claros del mencionado virus del isomorfismo mercantil. Más aún, todo parece indicar que es un virus al que este ámbito es particularmente vulnerable: plataformas digitales de espectacular éxito y crecimiento supersónico en las que los objetivos y las estrategias se contagian rápidamente de las de las empresas más rotundamente capitalistas. Über, probablemente, es un caso paradigmático pero en modo alguno infrecuente.

Desde esta última perspectiva, estamos ante un ámbito en el que la penetración de empresas convencionales -atraídas por el potente nicho de mercado, de beneficio y de crecimiento- está siendo especialmente intensa, generando fenómenos intrusivos innegablemente perversos para la filosofía inicial. Al tiempo que la economía colaborativa evidencia cada día más un considerable -y a veces negrísimo- lado oscuro: fraude fiscal, economía sumergida, deterioro de las condiciones laborales, competencia desleal, desprotección del consumidor, falta de claridad sobre dónde recae la responsabilidad cuando surgen problemas, encarecimiento de la vivienda o procesos de deterioro de determinados entornos urbanos -es el caso de exitosas plataformas de alquiler de plazas residenciales-…

Todo ello, además, en el marco de la generación de nuevas formas de desigualdad, porque no todos tenemos la misma facilidad de acceder a la economía colaborativa: hay evidentes barreras culturales -saber inglés, saber manejarse en internet…-, de capital relacional o derivadas de la simple edad. De hecho, y al margen de la crítica desde sectores directamente afectados o desde la defensa de valores corporativos o patronales, empieza a tomar fuerza una corriente crítica progresista que destaca que, en buena medida, la economía colaborativa, sobre todo la que desarrollan las grandes plataformas más exitosas, se está convirtiendo en una estrategia perfecta para deteriorar las condiciones y los derechos laborales, para eludir los controles regulatorios e, incluso, para erosionar las bases del Estado del Bienestar. Una economía que hace a los consumidores en no pocos casos “… cómplices de una acumulación de fortuna privada y de la construcción de nuevas y explotadoras formas de empleo” (5) y que frecuentemente tiene “muy poco de colaborativa”, por lo que más cabría hablar de una nueva forma de “capitalismo de plataforma”, muchas veces tan voraz o más que el tradicional (6).

Se trata de problemas que revelan claramente la necesidad acuciante de nuevas formas de regulación pública eficiente; formas, sin duda, francamente difíciles de instrumentar precisamente por la heterogeneidad, la versatilidad y el dinamismo de este sector, que le permite correr siempre por delante de la regulación y de la ley. Y que en buena parte sólo resultarían eficaces en el marco de una poco probable firme coordinación internacional.

Finanzas éticas

La segunda modalidad a la que quería referirme aquí es la constituída por lo que se ha dado en llamar las finanzas éticas. Un conjunto de entidades e instrumentos financieros que persiguen recuperar el valor social de la actividad financiera para ponerla al servicio de las personas, de la sociedad, para que contribuya a satisfacer necesidades sociales prioritarias. Una pretensión centrada, en el fondo, en corregir los problemas que causan las finanzas convencionales: dar la vuelta a la actividad bancaria capitalista.

En este marco, las finanzas éticas se caracterizan por tres rasgos básicos.

  • En primer lugar, por su dedicación exclusiva a financiar entidades o proyectos de neto y patente interés social o ambiental. Insisto en la palabra exclusiva, porque hay muchos bancos convencionales que financian proyectos de interés social, pero que hacen muchas otras cosas -frecuentemente en la dirección opuesta-, no siendo la financiación de finalidad socioambiental más que un elemento marginal.
  • En segundo lugar, las entidades financieras éticas se regulan -o deberían hacerlo- por criterios de gestión éticos, responsables y ambientales rigurosos. En definitiva, por una implementación exigente de lo que se conoce como responsabilidad social corporativa.
  • Y en tercer lugar, son entidades que deben tener un sistema de gobierno corporativo participativo y democrático (aunque muchas de las entidades que suelen incluirse en este ámbito no cumplen adecuadamente este tercer requisito).

 

Por otra parte, las financias éticas -en sus múltiples modalidades- están demostrando ser el cauce seguramente óptimo para canalizar el ahorro socialmente responsable. Una alternativa clara para que todos aquellos ahorradores e inversores preocupados por el destino de sus ahorros puedan sentirse tranquilos depositándolos en entidades y actividades que no los utilizarán para finalidades contrarias a sus valores morales. En este sentido, las finanzas éticas se han convertido en un pilar fundamental para la financiación de las entidades del mundo de la economía social y solidaria.

Como veíamos que sucede con la economía colaborativa, también las finanzas éticas están creciendo con notable rapidez y diversidad. Sintetizo a continuación las principales modalidades.

Deben mencionarse en primer lugar las microfinanzas, que tienen una relevancia indiscutible, pero que no en todos los casos cumplen con los dos últimos criterios antes mencionados.

En segundo lugar, figura la modalidad quizás más característica: la banca ética, en la que cabe diferenciar dos tipos: uno constituido por entidades que no son bancos en sentido riguroso y otro integrado por la banca ética en sentido estricto (7). Las primeras no pueden realizar una actividad bancaria normal: muy especialmente, no pueden captar pasivo de la clientela, lo que supone una limitación considerable para su capacidad de financiación y para su crecimiento. En España hay ya bastantes entidades de este tipo (8). En contrapartida, los bancos éticos en sentido estricto disponen de ficha bancaria, están regulados por el banco central correspondiente y pueden realizar todas las actividades de la banca normal, si bien se autoimponen muchas limitaciones, centrando su actuación en la financiación de proyectos de clara utilidad social o ambiental. En España solo hay dos bancos éticos y ninguno de los dos es estrictamente español: Triodos España – filial de Triodos Bank, una entidad holandesa creada por una fundación- y Fiare, que nació como una cooperativa de crédito, pero que, después de un largo proceso de fusión, se ha convertido en una filial del banco ético italiano Banca Popolare Etica.

La tercera modalidad de estas finanzas éticas es muy reciente pero tiene un futuro muy prometedor: es la llamada inversión de impacto social o socioambiental. Se trata de un conjunto de instrumentos financieros dedicados exclusivamente a la inversión en entidades y proyectos de interés socioambiental nítido -un interés que debe ser medible y constatable a través de evaluaciones del impacto- y que, además, generan rendimiento financiero para los inversores. Esta modalidad se canaliza, fundamentalmente, a través de fondos de inversión, fondos de capital riesgo y emisiones de deuda -bonos- de entidades públicas o privadas (9) que después dedican los recursos captados a la mencionada financiación de proyectos sociales o ambientales.

Otra modalidad de fuerte crecimiento, aunque realmente no es más que una forma de inversión de impacto, es el llamado crowdfunding social -es decir, la microfinanciación o la microinversión sociales-: pequeñas aportaciones monetarias que se canalizan a través de plataformas digitales y que van destinadas a invertir o a financiar entidades o proyectos de carácter social o medioambiental. Como toda inversión de impacto, tiene que demostrar su impacto social y su rendimiento financiero.

Finalmente, no pueden dejar de mencionarse otras modalidades próximas a las finanzas éticas, pero más decididamente alternativas y de menor importancia económica: es el caso del micromecenazgo -un tipo de crowdfunding social, pero en el que las aportaciones tienen carácter donaciones filantrópicas sin ánimo de rendimiento económico-, de los bancos de tiempo, de los sistemas de intercambio local, de las monedas sociales o de las comunidades autofinanciadas o de ahorro compartido, entre otras.

En conjunto, el universo de las finanzas éticas alcanza ya un volumen económico más que considerable. Las microfinanzas contaban a nivel mundial en 2014 con más de 100 millones de clientes, concedieron préstamos por un valor superior a 89.000 millones de dólares y mantenían activos por un valor de 116.000 millones de dólares. Por lo que respecta a la inversión de impacto, pese a su juventud, canalizaba a nivel mundial en 2013 inversiones por valor superior a 79.000 millones de euros. Las cifras en España son mucho más modestas -en torno a 250 millones de inversión en 2015-, pero está creciendo también con mucha rapidez. Por último, respecto a la banca ética, para la que no se dispone de datos integrados, el cuadro 2 permite apreciar las cifras básicas de las dos agrupaciones más significativas: FEDEA (Federación Europea de Bancos Éticos y Alternativos) y GABV (The Global Alliance for Banking on Values), en la que se integran algunas grandes entidades microfinancieras. Sin duda, se trata de volúmenes muy inferiores a los cada vez más colosales de la banca convencional, pero -como sucede con el conjunto de las finanzas éticas- ya de ninguna forma testimoniales y que reflejan además un intenso crecimiento desde el surgimiento de la crisis de 2008: seguramente, un buen reflejo de la desconfianza y el recelo crecientes que viene despertando desde entonces la banca convencional en muchos sectores de la sociedad. Por lo que respecta a España -con un nivel de implantación modesto frente a los principales países europeos-, en 201510, el conjunto de entidades bancarias y parabancarias éticas contaba con un mercado de 215.000 clientes, más de 1.800 millones de euros en depósitos y más de 850 millones de euros en créditos -si bien alrededor del 80% de estas cifras, las absorbe Triodos España-.

cuadro 2

Frente a lo que comentaba en el caso de la economía colaborativa, en este caso estamos ante entidades que tienen objetivos sociales y extraeconómicos explícitos y prioritarios, porque ésa es su razón de ser. No obstante, presentan en no pocos casos ratios financieros -rentabilidad, morosidad, solvencia…- tan solventes o más que las de muchas entidades convencionales, junto a ritmos de crecimiento potentes. Un panorama que parece demostrar con la fuerza de los hechos que han sabido aflorar mercados muy importantes y rentables que han sido sistemáticamente despreciados por las finanzas convencionales -ahora muy interesadas en ellos- . Por ejemplo, el considerable mercado de personas con valores que quieren dedicar sus ahorros a entidades en las que confíen moralmente; o el de los emprendedores sociales que buscan financiación para invertir en proyectos de interés social o ambiental; o el inmenso número de personas muy pobres que, pese a su bajísima renta, en conjunto conforman una clientela perfectamente viable para las entidades microfinancieras: una clientela frecuentemente mejor que la más acomodada, porque paga intereses superiores y devuelve mejor sus créditos. Algo todo ello que está contribuyendo a transformar profundamente el universo financiero y a hacerlo indudablemente más cercano y sensible a muchos de los problemas esenciales de la humanidad, demostrando que es posible desarrollar una actividad financiera con objetivos distintos a los de las finanzas tradicionales y consiguiendo una aceptable sostenibilidad e incluso en no pocos casos un éxito económico innegable.

Lo cual, claro está, no significa que este tipo de entidades y actividades estén exentas de problemas. Por una parte, y como ya se apuntaba, se está produciendo también en ellas una intensa penetración de las empresas convencionales. Muchos fondos canalizadores de inversión de impacto pertenecen a grandes gestoras internacionales, muchas emisiones de bonos verdes o sociales están desarrolladas por grandes bancos o grandes empresas, algunas entidades -es una situación que se ha producido sobre todo en el mundo de las microfinanzas- a medida que crecen y tienen éxito, necesitan buscar financiación en los mercados internacionales, que les imponen sus reglas, exigiendo rentabilidades que conducen a las entidades a imponer tipos de interés que en ocasiones llegan a la usura pura y dura, en el marco de un paulatino olvido de los objetivos originales

-el tristemente famoso “desvío de la misión”… Como también sucede lo contrario: entidades tan exigentemente éticas que se autoimponen condiciones tan severas que condicionan su capacidad de captar recursos financieros con los que cumplir en mayor escala con su finalidad, mejorar la gestión y crecer. Es el caso de bancos éticos que consideran inmorales determinadas prácticas, como el pago de intereses competitivos a los ahorros, lo que les impide conseguir una dimensión y una actividad mínimamente significativas.

En efecto, los problemas y las carencias son indudables. Pero, sea como fuere, no es fácil negar que los niveles alcanzados y las expectativas que razonablemente cabe esperar sitúan a las finanzas éticas como uno de los fenómenos más positivos que han surgido en el lúgubre ámbito de la economía a lo largo de las últimas décadas.

 

Economía social y solidaria / Cuarto sector

Por lo que respecta a la tercera modalidad a la que quería referirme, es la constituida por entidades de carácter empresarial o cuasi empresarial que, como sucede como con las finanzas éticas, tienen una prioridad social expresa en su actividad. En sus manifestaciones más claras, su finalidad no es el beneficio económico, que es un mero instrumento para la sostenibilidad, para poder mantenerse en el mercado, en tanto que consideran que la actividad mercantil es sólo el medio del que se sirven para realizar su misión. En este sentido, y también como las finanzas éticas, están gobernadas por principios éticos más o menos explícitos, pero siempre dominantes (11).

Estamos, en todo caso, ante un universo muy heterogéneo, en el que se incluyen entidades con filosofías y prácticas muy diferentes, bien equiparadas por la mencionada prioridad de la finalidad social. Es ésa la razón de que algunos autores prefieran utilizar denominaciones más genéricas que permitan incluir con más facilidad la considerable variedad de entidades que lo conforman, siendo una de las más extendidas “Cuarto Sector”(12), como agrupación integrada por todas aquellas entidades que no pertenecen a los tres sectores habituales (empresarial/privado, público y sin ánimo de lucro).

Así, este Cuarto Sector se convierte en una especie de cajón de sastre donde se incluyen desde las entidades más militantes, alternativas e ideologizadas -el núcleo duro de la economía solidaria, del que son representantes características las mencionadas RIPES y REAS- hasta todo tipo de empresas con prioridad social o ambiental: entidades con regulación específica (13),empresas acreditadas por algún sello de carácter social o ambiental -Social Enterprise, B Corp o las empresas llamadas del Bien Común…- o empresas y emprendedores con prioridad social o ambiental manifiesta, aunque no tengan ningún tipo de acreditación. Todo ello al margen del colectivo -sin duda mucho más importante- del cooperativismo y de la economía social, con el que los solapamientos son abundantes, aunque no haya una coincidencia total (14). Algo que viene a ratificar las dificultades de los intentos de delimitación precisa de esta modalidad. Y no sólo respecto a la economía social, sino también frente al Tercer Sector (15). Incluso no es fácil diferenciar en ocasiones este colectivo de empresas formalmente convencionales, pero con sensibilidad, vocación y actuación de fuerte talante social.

Por otra parte, se trata de entidades en las que es muy frecuente un rasgo adicional que contribuye a su caracterización: la voluntad de colaboración. Por una razón fácil de entender: son entidades que por su pequeña dimensión padecen limitaciones muy fuertes para poder desarrollar su misión adecuadamente -y simplemente para conseguir la sostenibilidad-: limitaciones frente a las que la colaboración puede resultar un recurso imprescindible. Por eso, abundan las agrupaciones, asociaciones, plataformas o redes de todo tipo. Es incluso habitual -como en los casos de RIPES y REAS- un cierto sentido de pertenencia y de militancia: la voluntad de considerarse partícipes de un movimiento con principios ideológicos muy claros -y en estos casos, muy claramente críticos con el orden establecido-.

En esta perspectiva, una figura muy interesante son los llamados mercados sociales: espacios económicos -no necesariamente físicos- de intercambio donde confluyen para conseguir sinergias entidades del mundo de la economía social y solidaria de todo tipo, normalmente de una zona determinada (16). De esta manera, no sólo se presentan de una forma conjunta ante el mercado de consumidores, facilitando la accesibilidad a los productos y servicios que ofertan, sino que también se compran entre ellas, desarrollan servicios complementarios que no podrían tener por sí solas -logística, distribución, asesoramiento, marketing, comunicación…- y que les permiten mejorar su calidad de gestión, fortaleciendo con todo ello los lazos de colaboración y de trabajo en común, con la finalidad frecuente de desvincularse al máximo posible del entorno capitalista.

En cuanto a la relevancia económica de este Cuarto Sector, lamentablemente su propia heterogeneidad impide disponer de cifras integradas generales.

Si bien no deja de ser un caso muy parcial -y desde luego no el más importante en términos cuantitativos-, REAS, estaba formada en 2016 por 507 entidades, con más de 8.500 personas empleadas, alrededor de 30.000 voluntarios y unos ingresos que rondaban los 380 millones de euros. Aunque todavía de muy reducida dimensión, son cifras que están experimentando un crecimiento notable. De hecho, el volumen de operaciones de esta red de redes se ha duplicado en los tres últimos años, en el marco de proceso de integración de entidades de sectores crecientemente complejos -telefonía, internet, banca, seguros, energía…-, lo que está posibilitando aumentos significativos de capacidad de impacto y de expansión. Algo parecido está sucediendo en otros caso parciales de los que se dispone de cifras -siempre facilitadas por los propios colectivos-, como el de las empresas certificadas según el sello B Corp, en el que se integran en la actualidad ya más de 2.000 entidades de más de 50 países. En este caso, además, con miembros de dimensión apreciable, como Patagonia, Ben and Jerrys o Triodos -que lidera este movimiento en España-.

Todo ello, insisto, al margen del incomparablemente mayor mundo del cooperativismo y de la economía social tradicionales, integrado en la actualidad por más de 750.000 cooperativas, con más de 700 millones de asociados, más de 100 millones de puestos de trabajo y centenares de millones de clientes y que en España genera más de un 10% del PIB y más de un 12% de los puestos de trabajo.

Como sucedía en el caso de las finanzas éticas, estamos ante un sector en el que los objetivos extra económicos son expresamente prioritarios, la razón de su existencia. Son entidades creadas para resolver problemas sociales, incluso, en ciertos casos, con una ambición mucho mayor: contribuir a crear una economía y una sociedad diferentes, una alternativa al capitalismo cimentada en la actividad económica de base. No siempre el objetivo es tan transformador, tan militante, pero en todos los casos hay objetivos extra económicos por definición dominantes.

En el mundo de las finanzas éticas decíamos que esta voluntad transformadora es perfectamente compatible con una preocupación muy sólida por la viabilidad económica, pero en el caso del Cuarto Sector no es tan fácil generalizar esta afirmación: aquí las diferencias son abismales. Es verdad que muchas empresas sociales están demostrando ser perfectamente viables, innovadoras, susceptibles de movilizar recursos y de suscitar adhesiones y capaces de detectar y construir fortalezas donde la economía convencional solo vería debilidades (17). Pero no es difícil encontrar muchas otras muy poco competitivas e ineficientes. Un factor determinante y diferenciador también en este ámbito está siendo -cada día más- el tecnológico: las empresas sociales que han sabido apostar por las nuevas tecnologías y, más aún, construir su modelo de negocio en torno a la economía digital están evidenciando en muchos casos sólidos desempeños. Sin embargo, las que no han sabido o querido apostar en este sentido tienen francamente difícil su supervivencia. En entidades de pequeña dimensión, el factor tecnológico resulta cada vez más esencial para conseguir niveles adecuados de eficiencia y competitividad.

En todo caso, no debe olvidarse un problema general al que se enfrentan las entidades de este Cuarto Sector -como también las finanzas éticas-: la necesidad de demostrar de una forma objetiva que están haciendo, de verdad, lo que dicen, que están priorizando realmente los objetivos sociales y que los están consiguiendo en medida significativa. Para ello, se necesitan dos requisitos: generar y difundir información solvente y bien construida que demuestre sus logros sociales y ambientales y, por otra parte, dotarse de un sistema de controles -verificaciones y auditorías sociales y ambientales, sellos, acreditaciones…- que garanticen que esa información es cierta y veraz y que están cumpliendo con su misión de forma consistente. Requisitos que aún están muy lejos de conseguirse de forma generalizada y que exigirían sistemas estandarizados de medición y de evaluación de impacto. Sistemas que cada vez más demandarán los consumidores y los financiadores, públicos y privados, y que, en esa medida desempeñarán a buen seguro un papel crecientemente importante en el éxito de estas entidades.

Conclusión

Una vez hecho el breve recorrido anterior a través de las tres modalidades de economía alternativa analizadas, no puedo dejar de insistir en que se trata de fenómenos claramente minoritarios en términos relativos, pero que tienen una entidad ya considerable en términos absolutos y que están creciendo con mucha rapidez: vertiginosamente en algunos casos. Fenómenos, además, lo que es más importante, que están demostrando, en la práctica, no sólo con palabras, que la viabilidad económica no es incompatible con criterios firmes de responsabilidad social y de ética. Criterios, por cierto, que nada o poco tienen que ver con la responsabilidad social que pregonan las grandes empresas.

Hace no mucho escribía Adela Cortina en El País (18) un artículo -brillante como todos los suyos- en el que se refería precisamente a esto: que estas prácticas económicas de la sociedad civil están demostrando que es posible unir el poder inmenso de la economía con ideales morales universales -algo que sistemáticamente rechaza la teoría económica convencional- y que, añadía Adela, al hacerlo, están demostrando que esta compatibilización no tiene por qué debilitar la consistencia económica de las actuaciones empresariales, sino que, al contrario, puede fortalecerlas profundamente a largo plazo -quizás la variable clave cuando se piensa en alternativas-. Éste, me parece, es el mensaje verdaderamente importante que están transmitiendo este tipo de iniciativas: demostrar por diferentes vías y con diferentes metodologías que una economía diferente -y por tanto, una sociedad diferente- es posible.

Por supuesto, no podemos obviar que estamos ante una realidad que tiene numerosos problemas, carencias e insuficiencias y que se enfrenta a poderosos condicionantes externos. Entre ellos, tener que desenvolverse en un ecosistema profundamente hostil, en el que estas entidades deben hacer frente a la competencia feroz, desigual y frecuentemente desleal de entidades inmensamente poderosas. En un mercado, además, que penaliza sistemáticamente, estructuralmente, a las empresas que no persiguen la maximización del beneficio económico, porque es un ecosistema pensado y organizado para esa finalidad. En ese sentido, el tipo de prácticas analizadas se enfrentan a dificultades incomparablemente mayores que las empresas convencionales. Tienen que jugar con peores cartas y además en un tablero y con las normas que otros imponen y soportando las no escasas trampas que esos otros -porque son los que mandan- se pueden permitir.

Por todo lo anterior, es difícil que este tipo de prácticas puedan desarrollarse adecuadamente si no se cumplen determinadas condiciones externas, que son un imperativo para ellas: conciencia personal, exigencia social y apoyo público. En efecto, ante todo, es imprescindible que la sociedad tome conciencia de su necesidad, porque estas iniciativas sólo pueden arraigar y crecer en la medida en que mucha gente quiera participar activamente en su funcionamiento: porque no tienen por qué perjudicar a sus intereses económicos y porque contribuyen de manera eficiente a mitigar problemas sociales relevantes. En segundo lugar, hace falta una sociedad civil capaz de exigir de verdad esas virtudes de ética cívica y de responsabilidad social firme; y exigirlas también a las empresas convencionales, especialmente a las muy grandes, que son las que más las vulneran sistemáticamente. Una sociedad civil capaz de penalizar severamente a las empresas que no las cumplan, porque así se fomentaría indirectamente la expansión de entidades que sí respetan esos criterios básicos. Por último, hace falta que esa sociedad civil consciente y exigente sea también capaz de demandar a los gobiernos y a las administraciones públicas que presten un apoyo diferenciado a este tipo de prácticas, porque en la inmensa mayoría de los casos se trata de entidades muy pequeñas y vulnerables que necesitan ese apoyo para germinar y crecer.

Frente a todo ello, no deja de ser consistente la opinión de quienes piensan que, aunque se den esas condiciones favorecedoras, depositar expectativas desmedidas acerca de la capacidad transformadora de estas entidades ronda el reino de la utopía, porque, en el mejor de los casos, estas iniciativas pueden mitigar problemas sociales concretos, pero por sí solas nunca serán capaces de resolver la raíz estructural de estos problemas.

Es cierto. No obstante, en este punto, que ya es el punto final, quería recordar una idea de un filósofo ya desaparecido -Michel Foucault (19)-, que diferenciaba entre utopías y lo que él llamaba heterotopías.

Las primeras son fenómenos por definición imaginarios, inexistentes, que no tienen lugar. Frente a ellas, las segundas -pensaba Foucault- son cuasi utopías: fenómenos realmente existentes, que tienen lugar en momentos que pueden datarse y en lugares que pueden situarse en el mapa; fenómenos efectivos que tienen consecuencias efectivas en la realidad, que producen cambios prácticos. En este sentido, fruto quizás de un optimismo histórico que la edad no acaba de empañar del todo, me gusta pensar que todos estos nuevos fenómenos económicos de la sociedad civil, más que utopías, pueden ser heterotopías en este sentido foucaultiano. Iniciativas que se convierten en momentos y espacios de acción real, lugares y movimientos de aprendizaje colectivo, de innovación, de creatividad, de resistencias, de microemancipaciones, de reacciones en pequeña escala, pero que, pese a su reducida dimensión, pueden tener un considerable potencial subversivo frente al orden económico establecido. Precisamente, por la razón que apuntaba Adela Cortina en el citado artículo: porque están siendo capaces de demostrar en la realidad, con hechos, que sí es posible compatibilizar la razón económica con principios, criterios, lógicas de funcionamiento y racionalidades muy diferentes a las de la economía convencional y, en muchos casos, claramente, alternativas a ella. Y que por ello están posibilitando intuir que quizás sí sea posible construir -lentamente, trabajosamente, sin certezas absolutas- una economía y un mundo diferentes.

Desde esta perspectiva, quiero pensar que todos estos fenómenos aquí analizados, con todas sus innegables contradicciones, problemas y carencias, están aportando un mensaje claramente positivo. Un mensaje que debe contemplarse con mesura y con prudencia, pero de profunda esperanza para la humanidad. Uno de los mensajes más claramente esperanzadores que han surgido en el extremadamente gélido ámbito de la economía a lo largo de las últimas décadas.

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1 Esta ponencia se basa en buena parte -aunque con diferencias significativas- en el artículo previo del autor “Semillas de economía alternativa: ¿construyendo otro mundo?”, incluido en A. Cortina (coord.), La responsabilidad ética de la sociedad civil, Mediterráneo Económico, Fundación Cajamar, Almería, 2014.
2 That’s mine is yours. The rise of collaborative consumption, Harper Collins, Nueva York, 2010.
La sociedad de coste marginal cero, Paidós, Barcelona, 2014.
Postcapitalismo, Paidós, Barcelona, 2016.
5 T. Slee, Lo tuyo es mío. Contra la economía colaborativa, Taurus, Madrid, 2016.
6 T. Scholz, Cooperativismo de plataforma. Desafiando la economía colaborativa corporativa, Dimmons, Universitat Oberta de Catalunya, Barcelona, 2016.
7 No se incluye dentro de la banca ética el cooperativismo de crédito tradicional, que, aunque próximo en alguna medida, tiene características claramente diferenciales.
8 Por mencionar algunas de las más destacadas, Coop57, Finanzas Éticas y Solida- rias, Oikocredit, Rufas, GAP, Red Enclau, las CAF o la red de finanzas alternativas que impulsa REAS.
9 Si bien la consideración como actividad financiera ética de muchas emisiones de deuda de empresas privadas -mayoritariamente “bonos verdes”, destinados a la financiación de proyectos de interés ambiental- no deja de ser muy cuestionable.
10 Barómetro de las finanzas éticas y solidarias 2015, FETS y Observatori de les Finan- ces Ètiques, Barcelona, 2016.
11 Un ejemplo muy claro y especialmente explícito de esa supeditación aceptada a principios éticos se puede encontrar en las entidades vinculadas a RIPES (Red Intercontinental de Promoción de la Economía Social y Solidaria), a la que pertenece la española REAS (Red de Redes de Economía Alternativa y Solidaria), que cuenta con un exigente código ético (equidad, prioridad al trabajo, sostenibilidad ambiental, cooperación, ausencia de fin de lucro y compromiso con el entorno), cuyo grado de cumplimiento debe auditarse cada año -aunque no en todos los casos se está haciendo-.
12 Una defensa de esta denominación puede verse en diversos textos de A. Vives, particularmente en “Cuarto Sector: hacia una mayor Responsabilidad Social Empre- sarial”, Revista de Responsabilidad Social de la Empresa, nº 12, septiembre-diciembre de 2012. Una reflexión rigurosa de los problemas clasificatorios que afectan a esta línea de actividad, fundamentalmente en relación con la economía social tradicional y con el Tercer Sector, puede verse en J. C. Pérez de Mendiguren, E. Etxezarreta y L. Guridi, “Economía Social, Empresa Social y Economía Solidaria: diferentes conceptos para un mismo debate”, Papeles de Economía Solidaria, nº 1, junio de 2009.
13 Es el caso de las benefit corpotations en EEUU, las community interest companies en el Reino Unido, las societés coopératives d´interêt collectif en Francia, las societés à finalité sociale en Bégica o las cooperative sociali en Italia, entre otros.
14 Sobre esto, puede verse el artículo de Pérez de Mendiguren et al. citado en la nota 12.
15 Es habitual incluir en éste a las entidades no lucrativas cuya actividad mercantil genera menos de un 50% de sus ingresos, integrándose en el Cuarto Sector en caso contrario. Un criterio que refleja la subjetividad de este tipo de clasificaciones.
16 En España, existen ya varios mercados sociales de alcance regional, así como -des- de 2014- una Asociación de Redes de Mercado Social de ámbito estatal impulsada por REAS.
17 Ver sobre esto A. Vernis y M. Iglesias, Empresas que inspiran futuro, ESADE, Bacelona, 2010, y M. Chliova, R. García, M. Iglesias, C. Navarro y E. Rodríguez, Aprendiendo de las empresas sociales, ESADE, Barcelona, 2012.
18 A. Cortina, “Ética, economía y empresa”, El País, 16/12/2016.
19 M. Foucault, “Des espaces autres, hétérotopies”, Architecture, Mouvement, Conti– nuité, nº 5, octubre, 1984. Puede verse en http://desteceres.com/heterotopias.pdf

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