Más allá del cooperativismo, más allá de la economía social

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Por Fundación de los Comunes en Diagonal Periódico

El pasado fin de semana tuvieron lugar las Primeras jornadas de municipalismo, autogobierno y contrapoder. Para seguir con los debates que se dieron entonces y para preparar los del siguiente encuentro proponemos esta serie de artículos que empiezan con la cuestión del cooperativismo.

Por Emmanuel Rodríguez y David Gámez (Traficantes de Sueños)

El cooperativismo ha tenido una tendencia, con larga historia, a considerarse como una realidad (cumplida) de transformación social. La idea podría resumirse como sigue: basta producir de forma cooperativa y democrática, con relaciones horizontales que primen la equidad, la solidaridad, el respeto al medio ambiente y cierta atención al principio «de cada cual según su capacidad a cada cual según su necesidad» para que podamos decir que estamos algo más cerca de un modelo económico alternativo —socialista, comunista se diría hace algún tiempo— a las relaciones de “mercado”, o por hablar con propiedad, a las relaciones capitalistas. Aunque en estricto sentido esta idea es cierta, creemos que carece del necesario rigor a la hora de servir de estímulo a la expansión y politización del cooperativismo, y a la postre como herramienta de transformación. La presunción de “es una alternativa” tiende a encerrar al cooperativismo en una cápsula autosuficiente y limitante de lo que son y para lo que pueden servir estos experimentos de economía alternativa.

Lo que sigue son apenas unas notas a fin de discutir (e incluso definir) una hipótesis política para el movimiento que hoy se organiza en torno a la economía social. El análisis arranca de los límites y problemas de la economía social, lo que llamamos su “déficit de politicidad”, a partir de dos premisas. Una primera que consiste en hacer un mínimo análisis sobre la historia del cooperativismo (mutualismo sería una palabra más apropiada), centrado en dos momentos: el mutualismo obrero que se desarrolla entre mediados del siglo XIX y el primer tercio del XX, y en segundo lugar, el cooperativismo (también obrero) de los años setenta y ochenta. Este desarrollo nos conduce al momento actual, que definimos como una tercera fase en torno a la “economía social”. La segunda premisa se despliega en tensión con las condiciones de desarrollo de la economía social, lo que también con una palabra vieja debemos llamar “economía política”, es decir: las condiciones del mercado actual (globalizado), la regulación “neoliberal” de la organización productiva, los nichos de la economía social y también la relación entre esta y los movimientos de protesta de los que, muchas veces, arranca. A partir de este análisis tratamos de esbozar una hipótesis política, al tiempo que la tratamos de probarla en condiciones concretas.

Algo de historia

Hacia la década de 1830-1840 —llevaba algún tiempo cocinándose— se expande por el continente europeo, y especialmente entre las figuras de un nuevo artesanado cada vez más desprovisto de las condiciones que organizaban su oficio, la idea (entonces de decía en mayúsculas “La Idea”) de la “asociación obrera”. Se trataba de algo sencillo: fomentar la unión de los trabajadores, arrancados de sus viejas tradiciones gremiales, para defender las condiciones de su oficio, pero también para organizar la producción al margen de las condiciones de “competencia” que en aquellos tiempos se consideraban el origen de todos los males obreros: la depresión de los salarios impuesta por los emergentes mercados nacionales e internacionales, las continuas crisis que arruinaban a las empresas y producían el fenómeno del paro, la insolidariad y “soledad” del obrero.

Si se atiende bien, en aquellos tiempos de formación de la clase obrera, sindicato y cooperativa apenas eran distinguibles. La Idea (en mayúsculas) era la “mutualidad obrera”, una asociación-cooperativa de defensa y apoyo mutuo de los obreros, que podían compartir desde la propiedad colectiva de un taller hasta la puesta en marcha de un economato (cooperativa de consumo), pasando por la organización de seguros para viudas, huérfanos, enfermos y lisiados. Ante la total ausencia del Estado, entonces reducido a ser policía, ejército y ley, la asociación obrera se convierte en la “alternativa” para el naciente mundo obrero. Todo el socialismo utópico (Saint Simon, Fourier, Owen) trabajaba para recuperar o negar esta idea de la asociación obrera, para buscar una reconciliación entre capital y trabajo que impidiese la extensión de las condiciones de competencia capitalista. No hace falta recordar aquí la crítica de Marx sobre estos socialismos, acerca de su “falta” de método científico, pero conviene señalar, en cualquier caso, la incapacidad de estos socialistas para reconocer que entre capital y trabajo existía(e) un antagonismo irreconciliable.

De hecho quizás, la transición del socialismo utópico (de carácter reaccionario o burgués) a un socialismo, propiamente obrero, se encuentra en el momento en el que el naciente movimiento obrero toma la idea del mutualismo, como la base de un proyecto político propio. Fue seguramente Proudhom y el primer anarquismo, los que dieron el primer cuerpo teórico y de proyecto “socialista” a esta hipótesis a partir de los principios del mutualismo y el apoyo mutuo: la idea de una “asociación libre de trabajadores, agrupados y libremente federados” en sus respectivos oficios y talleres. Los textos de la Primera Internacional (1864-1976) están trufados de “proudhonismo”, de base mutualista, la autoorganización de los artesanos a partir de sus “asociaciones”, sin apoyo del Estado.

Lo cierto es que la evolución de la economía capitalista (la tercera y cuarta ola de la revolución industrial), posterior a la Comuna de París de 1871 y el fracaso de la Primera Internacional, tendieron a desmentir, o más bien, a hacer cada vez más obsoleta la primitiva idea del mutualismo obrero. Los cambios se produjeron en todos los órdenes. En el desarrollo del capitalismo decimonónico se produjo un nuevo salto en la generalización de la gran industria y una nueva vuelta de tuerca en la proletarización del trabajo. Las nuevas figuras obreras son definitivamente arrancadas de los pequeños talleres y de las tradiciones de oficio, y aplicadas en grandes fábricas con una organización moderna del trabajo. El proceso se acentúa todavía más a partir de la generalización de las cadenas de montaje y el taylorismo (décadas de 1910-1930). Del mismo modo, las nuevas organizaciones industriales, pero también el Estado, acabarán por pisar el suelo de las mutualidades obreras, ocupando el terreno en el que habían tenido un mayor desarrollo: las mutuas por enfermedad, seguros, etc. Desde Bismark, siempre con el fin de hacer frente al emergente movimiento socialista, se desarrolla el Estado social, que se concibe como un inverso del mutualismo, una gigantesca mutua autoritaria organizada por los seguros del Estado.

La acelerada división del trabajo, los efectos de una organización del trabajo cada vez más compleja y abstracta, la ampliación a escala mundo del mercado global, “alienan” progresivamente al trabajador de sus viejas tradiciones que eran la base del mutualismo. Progresivamente el movimiento obrero se “sindicaliza”. Surgen grandes sindicatos (a veces acompañados de grandes partidos políticos: los de la II Internacional) capaces de enfrentarse a las nuevas corporaciones capitalistas en su mismo terreno: la gran huelga, la paralización de una industria e incluso de una economía nacional al completo, la toma del Estado. Se entiende que el capitalismo ha “socializado” progresivamente la producción (en los trusts, las sociedades por acciones, etc) y el mando (en el Estado nacional moderno). Bastará entonces con tomar los medios de producción y el Estado, para someterlos bajo mando obrero (la famosa dictadura del proletariado) a las condiciones de producción del socialismo.

No obstante, el viejo mutualismo obrero (y todo su entramado cooperativo) no desaparecerá, conservando un papel relevante en la vida obrera. El economato, la cooperativa de consumo, los pequeños talleres o servicios para cuestiones básicas, así como el asociacionismo cultural (que iba desde las “tabernas socialistas” hasta los orfeones también socialistas), seguirán marcando la vida proletaria, su sociabilidad, su solidaridad concreta y efectiva. Pero la diferencia es que la “hipótesis” estratégica, y con ello el proyecto político, ha sufrido un desplazamiento radical.

Y aquí conviene no hacer una lectura simple, como aquella que señala el desplazamiento del mutualismo proudhoniano al marxismo y los partidos de la segunda Internacional como una opción obligada. En este desplazamiento (desde luego mucho más rico que lo que aquí se puede demostrar) el movimiento obrero responde a unas condiciones económica y políticas que han mutado. El propio anarquismo español dará un viraje similar, al del resto del movimiento obrero europeo, que le llevará, por medio una larga travesía, de la derrota de la I Internacional y la Primera República a la formación de sindicatos y en 1910 a la constitución de la CNT. Y también en el anarcosindicalismo hispano se pueden ver discusiones parecidas a las que se sostienen en el socialismo, y luego en el comunismo, europeos. Como en este, dentro del magma de la CNT y del mundo libertario hispano sobrevivió una fuerte tendencia mutualista y un entorno cooperativo desarrollado, pero este no dejo de ser criticado como “insuficiente” frente a la preparación de la revolución y la colectivización de la producción.

Si se pueden sacar algunas conclusiones rápidas del desarrollo del mutualismo obrero es que este no dejó de pensarse, en ningún momento, como una herramienta a un tiempo económica y política de defensa de una nueva clase social. Siempre existió una tendencia a “despolitizar” el mutualismo como una mera mejora de la producción frente a los excesos de la competencia capitalista. Si se observa bien, esto es lo que luego explotaron formas de cooperativismo “a medias”, como las que impulsa el sindicalismo católico desde la primera década del siglo XX, especialmente en aquellos sectores sometidos a un intenso proceso de transformación y subordinación y a nuevas condiciones de mercado, como los pequeños campesinos propietarios. Pero lo crucial aquí, es que mientras existió movimiento obrero y política obrera, el cooperativismo ocupó un papel más o menos destacado según las condiciones del momento, y el valor político en términos de “ofensiva” del propio experimento cooperativo. Pasemos al segundo momento.

1973, los precios del petróleo se multiplican por tres en el espacio de unos pocos meses debido a la guerra del Yom Kippur y la fundación de la OPEP. Desde 1968, al menos, la agitación en los grandes centros industriales de Occidente empuja los salarios por encima de los pactos keynesianos que los ligaban a los incrementos de productividad. La crisis está servida. Son años de huelgas salvajes, de crítica al sindicato como “gestor del capital”, de consignas anómalas como la del “rechazo del trabajo”… En muchas fábricas, al patrón ya no le sale a cuenta producir en esas condiciones. Y la abandona. En ocasiones, los obreros se hacen cargo de la producción.

Toman las fábricas con ideas que no corresponden exactamente con el grueso de la reivindicación obrera principal: menos horario, más salario. Se apoyan en los viejos conceptos del consejismo obrero, de la autogestión (entonces todavía circulaba cierta idealización del experimento yugoslavo). En España más de un millar de unidades productivas son así tomadas por los propios trabajadores. Se calcula que son más de cien mil los trabajadores y trabajadoras que participan en estas experiencias. El gobierno socialista se ve obligado a reconocerlas y crea una figura nueva parecida aunque atemperada a la del viejo “cooperativismo”: las sociedades laborales.

La experiencia de este industrialismo cooperativo es, no obstante, agridulce. Se produce al final de un ciclo de movilización obrera que acaba en derrota política tras la institucionalización sindical y los pactos de la Transición, pero también cultural. El paro, la reconversión, la desindustrialización, el alcoholismo y la heroína minan la vida y la convivencia en los barrios obreros. No hay alternativas de vida. El cooperativismo o la sociedad laboral son experimentados como una solución a veces desesperada, a veces como un mal menor. Un documental “Numax Presenta”, de Joaquim Jordá, muestra las dificultades y las contradicciones de un grupo de trabajadores que tomaron la fábrica ante el abandono del empresario en 1976-1977. La fábrica en “régimen de autogestión”, como muchas otras después y especialmente en la década siguiente, no sobrevive. La reproducción de la organización del trabajo, el empeoramiento del mercado entonces en proceso de contracción y de exceso de capacidad a nivel global, sobre todo, sitúan unas condiciones que llevan a la incapacidad de que la autogestión suponga otro régimen laboral y de comunidad, y se constituyen en razones aducidas en el fracaso de la experiencia.

Aquella época dejó, de todas formas, un gran número de experiencias cooperativas que perduran hasta hoy, como es el caso de la CC de Mondragón y también de muchas cooperativas de autoempleo en servicios públicos que sirvieron para que determinados colectivos salvaran la crisis de empleo de los años ochenta.

Pasada esta experiencia, ¿estamos hoy ante algo parecido a una nueva economía social, un nuevo cooperativismo?

Entre el emprendizaje y la empresa política

Treinta años de neoliberalismo, de erosión del Estado social, de extensión de las prácticas de las subcontratación, de terciarización de la economía, de precarización generalizada, de ataque al salario y la organización obrera, separan nuestra situación de la última “explosión cooperativa”. Pero ahora, parece, se intuye un nuevo cooperativismo. Tiene fuentes diversas, a veces contradictorias.

En muchos casos, surge como un experimento asociativo del trabajo profesional ante el abandono del Estado (del servicio público directo). Así se crean cooperativas de padres y profesores (colegios concertados principalmente), de médicos y personal sanitario, de trabajo e intervención social, también en distintos ámbitos de la consultoría, e incluso en el propio fomento del cooperativismo, como “consultoría de autoempleo”. Se trata, en términos de Bologna (véase la bibliografía que acompaña a esta ponencia) del “trabajo autónomo de segunda generación”, que corresponde con una composición social que desborda el perfil del movimiento obrero: trabajo profesional, de alta cualificación, formación universitaria. Antes que “cooperativismo obrero” se trata de trabajo profesional mutualizado, que corresponde con los perfiles característicos de la clase media.

Clave en este trayecto y también en su composición (middle class) es que en muchos casos, por no decir la gran mayoría, el cooperativismo de los profesionales tiene una alta dependencia de los presupuestos del Estado. Se trata de servicios que el Estado (y sobre todo a los ayuntamientos) subcontrata y que las asociaciones de profesionales, en régimen cooperativo, pueden prestar en condiciones de más baratos y a veces de mayor calidad y eficacia. La paradoja es que, aunque muchas veces, se realiza como “servicio a la comunidad”, en términos objetivos puede suponer una pérdida o una diferenciación en el acceso a los derechos sociales. Un ejemplo paradigmático es el de las cooperativas adscritas a los conciertos escolares, lo que tiende (se quiera o no) a reforzar el régimen dual del sistema educativo español.

Motor también de este nuevo cooperativismo son los “emprendimientos económicos” que se organizan directamente desde los movimientos sociales, en muchos casos como parte orgánica de los mismos. En este caso, la valencia política cobra una importancia muy por encima de la profesional; antes política que autoempleo. Los emprendimientos surgen en paralelo al desplazamiento de la centralidad obrera a las nuevas formas de protesta de los movimientos sociales. Ligadas al feminismo surgen así las clínicas y centros de planificación familiar; al ecologismo, las cooperativas de investigación y producción de energías renovables. Posteriormente, a partir de los años noventa (en el Estado español) y con la emergencia de una nueva generación de movimientos sociales de carácter juvenil, aparecen los emprendimientos de ocio (como bares, cines, etc.) y de formación (como librerías, periódicos, etc.), que se incardinan dentro de estos mismos movimientos liderados principalmente por los centros sociales okupados. Del mismo modo, el movimiento neorrural unido al ecologismo, da también cuerpo a las cooperativas de producción agroecológica y de consumo. La experimentación tecnológica ligada a la expansión de Internet y a la aparición del hacktivismo producirá una nueva generación de empresas cuyo centro es el software libre.

En la experiencia de estos emprendimientos de última generación se dibuja una forma de empresarialidad que va más allá del cooperativismo. Se intuye que lo que se trata no es de “vivir” de algo que “gusta”, sino de reforzar una forma de vida, que se “vive” ante todo como política. Se intuye también que de lo que se trata es de “autonomizar” las competencias que se deben prestar al mercado para construir una forma de empresa que en realidad es una herramienta política. Incluso se llega a acuñar el concepto de “empresa política”, para significar a un colectivo que tiene una actividad económica pero al que le importa es hacer política, esto es, intervenir sobre un terreno concreto, prestando las competencias y la energía (que de otra manera se tendrían que “vender al mercado”) en una actividad autónoma. En cualquier caso, en la mayoría de estas experiencias domina la precariedad de las iniciativas, la debilidad de la financiación, y sobre todo su estrecha conexión con una forma de vida, que se prueba (como muchas veces ocurre con estos movimientos) como al margen de la sociedad y el mercado, o al menos los circuitos convencionales de mercado.

Se trata, por tanto, de ordenes de experiencia económica claramente distintos. No obstante, entre ambos extremos, entre la asociación laboral de profesionales y los emprendimientos de los movimientos sociales, existe una amplia paleta de grises, salpicada de experiencias que se alimentan de otras fuentes, como aquellas que vienen de los años setenta y ochenta, mucho más conectadas con la crisis industrial y las iniciativas contra el paro. Sea como sea, estas experiencias son las que conforman el grueso de lo que hoy se llama “economía social”, un conglomerado que dista de ser homogéneo.

De hecho, uno de los problemas centrales de la economía social, y probablemente uno de los lugares en los que esta se resquebraja y empieza a mostrarse de forma contradictoria está en aquello que las “unifica”. Formalmente, lo que parece reunir al nuevo cooperativismo es una cierta apuesta por relaciones laborales democráticas, la inclusión de una política de “valores”, así como la vocación por construir una economía al servicio de la “gente”, de la sociedad. Políticamente esto se considera como un valor en sí, e incluso como una “alternativa” a la economía de mercado. La cuestión es ¿basta esto como hipótesis política? ¿Es esta modalidad cooperativa una “alternativa” eficiente al modelo capitalista?

Por tomar otro punto de partida, dentro de la heterogeneidad de estas experiencias, destacar que todas ellas están sometidas a los condicionantes de una nueva economía política dominada por la retirada del Estado social y la precarización, así como por la erosión progresiva del derecho laboral. En una situación de escasez de renta y sobre todo del empleo, el cooperativismo no es sólo una alternativa (ideal, “pura”, libre a la salarización), sino muchas veces un medio de pura y simple supervivencia. Para los emprendimientos de los movimientos sociales esto tiene una importancia no pequeña. En la medida en que sus precarias economías, son tomadas como un medio para continuar una forma de vida “militante” (en parte de los ámbitos que señalábamos: hacktivismo, agraoecología, producción cultural), las tensiones estallan casi inmediatamente entre el sostenimiento del emprendimiento y la vocación política del mismo. En muchos caso, y a menudo empujadas por la maduración biológica de sus trabajadores, se produce una tendencia a la profesionalización, entendida como asimilación a las condiciones de mercado en las que se realiza la actividad. El resultado es una pérdida progresiva de la comunidad-movimiento de origen (que a veces desaparece en ese proceso) y con ello una asimilación a las condiciones empresariales de la asociación cooperativa profesional de autoempleo. La consecuencia es también la progresiva despolitización de la actividad.

Por otra parte, en tanto, la búsqueda de mercado se tiende a realizar, cada vez más, sobre clientes institucionales, lo que se produce es una progresiva asimilación de las modalidades de cooperativismo. La dependencia de los presupuestos convierte a estas empresas cooperativas en otra cosa quizás distinta a la que era la intención de partida. De hecho, conviene considerar seriamente la posibilidad de que estos experimentos cooperativos sean funcionales como avanzadilla de nuevas formas de gestión de una fuerza de trabajo que se abandona a la “autogestión”, que se gobierna a partir “autoorganización” laboral y su explotación directa por las asimetrías del mercado. Algo que parece confirmarse en el mismo grado que su “despolitización”, esto es, en función de su alejamiento de formas y experiencias de organización política.

Por si esto no fuera poco, a partir de los años noventa y especialmente a partir de las crisis de 2007, se generaliza un nuevo discurso empresarial, el “emprendizaje”. La iniciativa personal, como mecanismo de generación de riqueza, la expansión y desarrollo de las competencias propias, la creatividad, el “tu lo vales”, el trabajo como autorrealización constituyen elementos centrales de esta narrativa. En el ala izquierda de los discursos del emprendizaje se admite también a la economía social, a la autoorganización colectiva, a los experimentos cooperativos.

Un ejemplo: en el cénit de la crisis (2009-2010), el gobierno británico acuña el eslogan big society, gran sociedad. La política austericida muta, la retirada del Estado se disfraza en autoorganización social para la autoprestación de servicios. Si una biblioteca carece de presupuesto que la “autogestionen” los usuarios. El cooperativismo y el mutualismo se vuelven solución, como en los años setenta, pero esta vez no para mantener el empleo, sino el Estado social. La big society no pasa de ser un amago, pero en paralelo se generalizan una serie conceptos que no dejan de compartir el mismo marco. Los más importantes son el de “economía colaborativa” donde cada cual puede convertirse en autónomo o en consumidor de un producto sin intermediarios, y normalmente sin regulación estatal ni contribución fiscal. (La economía colaborativa va como se sabe desde el chapuzas a domicilio, al alquiler de una habitación a un turista, pasando por convertirte en taxista sin licencia.) El otro concepto interesante es el de innovación social, que extiende la vieja figura del empresario, reconvertida en emprendedor, a todo colectivo y comunidad con capacidad de “emprender” para satisfacer una “necesidad social”.

La economía dominante tiende a asimilar a la “economía social y alternativa” como una forma de empleabilidad en línea con la “rarificación” de la renta y el empleo. Al mismo tiempo, la economía social tiende a despolitizarse al asumir posiciones cada vez más centrales en el marco de la economía convencional. Véamos el problema con un ejemplo reciente, que a nuestro entender apunta a los límites del nuevo cooperativismo.

Un ejemplo al caso: las “alcaldías del cambio” en sus límites

De cara a aterrizar la discusión nos parece interesante situar como caso concreto los desarrollos sobre cooperativismo y economía social y solidaria, que se están impulsando o están en proyecto de activación en los diferentes ayuntamientos salidos de las últimas elecciones. El primer punto de partida es entender que la llegada de las nuevas fuerzas políticas a los ayuntamientos nace de la apuesta de por democratizar dichas instituciones. Entendemos democratizar por devolver la institución municipal a la ciudadanía rompiendo el secuestro de la misma por parte de los intereses oligárquicos que sobre todo en las últimas décadas y de forma diversa, han aplicado la agenda neoliberal de recortes de derechos y privatización de empresas y bienes públicos. Si tomamos como contraejemplo el modelo de la Big Society que mencionábamos antes, las políticas públicas deberían apostar por una serie de líneas de trabajo que describimos a continuación.

Desde los ayuntamientos entendidos como gran empresa proveedora de servicios públicos debe de revertir las dinámicas marcadas por las políticas neoliberales. Por tanto, revertir los procesos de expropiación de los bienes públicos por medio de subcontratación o directa privatización de los mismos. Para ello, pensamos que la remunicipalización de servicios públicos en régimen de cooperativa mixta, modelo joven, pero ya practicado en algunas zonas, debería ser uno de los modelos a elegir, aunque no el único. A través de esta cooperativización, la economía solidaria podría incluir sus principios en la prestación de servicios a través de procesos de acompañamiento o incluso incorporar a sus entidades como prestadoras de servicios.

Es imprescindible además incluir en este proceso de remunicipalización a las experiencias sindicales y procesos de lucha que se han opuesto a la privatización de los servicios públicos. Sumaríamos además a las empresas en quiebra apoyando los procesos de recuperación por parte de sus propias plantillas.

Consideramos esencial el contacto directo con los sectores en lucha, sindicados o no, así como el establecimiento de líneas de trabajo directo con los grupos organizados de trabajadoras y trabajadores domésticos en lucha por la dignificación del sector. Un sector clave en un contexto de envejecimiento generalizado de la población en nuestras sociedades. Y situado además, en el centro de la crisis de cuidados que se despliega por la sociedad capitalista en su conjunto.

Sólo afrontando estas articulaciones superaremos algunos de los límites a los que se enfrente el cooperativismo y la economía solidaria hoy en día.

Elementos de hipótesis

La economía social debe arrancar de su posición en los circuitos de explotación capitalista de los que, quiera o no, forma parte. La formas de organización de la producción tienden hoy a abandonar segmentos enteros de la cadena de valor hacia la autoorganización productiva, al trabajo autónomo organizado. No en otro sentido va la generalización de las prácticas de subcontratación y externalización. De igual modo, el Estado y el servicio público se está adaptando a esas mismas modalidades de organización. En este sentido, el trabajo en régimen de cooperativa no se sitúa como una alternativa a la economía capitalista sino en la misma línea de tendencia del capitalismo más moderno y agresivo.

Por decirlo con otras palabras, ya no es la subordinación jerárquica dentro de la empresa la que organiza el trabajo, sino su subdivisión y subcontratación externa en régimen de competencia. En este sentido, dentro de un mismo espacio económico pueden convivir prácticas igualitarias y cooperativas dentro de una microempresa y la más feroz competencia fuera de la misma, y presionando sobre la misma. El mercado y la precariedad son las nuevas formas del mando, frente a la jerarquía y la disciplina del empleo industrial.

Algunas orientaciones generales pueden servir para definir el trabajo cooperativo como un espacio económico no sustraído a los circuitos capitalista de producción de valor, pero si al menos, como ocurrió en el viejo mutualismo, convertido en arma política y de construcción de clase (en este caso de comunidad).

 1. La vinculación de las experiencias cooperativas y de los emprendimientos económicos con movimientos sociales y políticos concretos. En este sentido la empresa se debe entender como parte orgánica de una comunidad concreta (importante que sea concreta) y en lucha sobre cuestiones generales o específicas.

 2. La orientación de la actividad económica de la cooperativa a las necesidades de esa comunidad concreta en un régimen no de mercado, cuanto de servicio público-común a la misma.

 3. La consideración de que el mejor cooperativismo es aquel que no depende del presupuesto público y que no suple servicios que deberían realizarse directamente por la administración pública. Obviamente muchos de estos servicios de deben y se pueden “mutualizar” pero estos se comprenden principalmente ligados a experiencias sindicales, y no como trabajo profesional subcontratado.

 4. La consideración de los elementos internos laborales y la política de valores como insuficientes en tanto elementos diferenciales en el marco de las economías de mercado. Es de nuevo, el vínculo a las comunidades concretas y a formas de vida específicas, en definitiva, a la construcción de sujetos colectivos, lo que debiera ser el principal motivo del emprendimiento económico.

 5. La consideración del autoempleo como un motivo ambiguo y menor en las experiencias cooperativas, en línea con lo ya señalado en términos de la tendencia a externalizar segmentos enteros de trabajo, sobre la base del discurso del emprendizaje y de la innovación social.