Por una Europa social y solidaria

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En septiembre de 2005, al calor del debate sobre la Constitución europea, unos cien intelectuales europeos firmaron un Manifiesto por una Europa social y solidaria, que iniciamos con Marc Humbert, Matthieu de Nanteuil y Denis Stokkink. Antes que empiecen las elecciones europeas, habida cuenta tanto de la crisis económica, social y ecológica sin precedente que atraviesa el mundo como de los cambios mayores ocurridos desde hace cuatro años, nos pareció útil proceder a su reactualización y publicarlo nuevamente, para favorecer la reflexión crítica acerca del futuro de Europa.
Este manifiesto descansa en tres observaciones fundamentales:
1. La identidad y el proyecto europeos han entrado en una crisis profunda. Sea cual sea la calidad de los argumentos enunciados por todos lados respecto de la construcción europea –en particular en lo relativo al Tratado de Lisboa–, Europa tardará mucho en fundar constitucionalmente una nueva identidad política. Tal situación debe llevarnos a enfrentar los nuevos desafíos de la sociedad europea;

2. Entre ellos, está la dimensión social de Europa (en sus vertientes solidaria y ecológica) que, más que otros aspectos, es un elemento constitutivo de la identidad y del proyecto europeos. Al tenerla en cuenta, los fundadores de Europa permitieron que la cuestión europea se elaborara, se beneficiara de un armazón institucional sólido, y que la economía de mercado descansara en un conjunto de regulaciones sociales fundamentalmente redistributivas y desarrolladas a escala de los Estados- Nación. Hoy, esta organización general no funciona en razón no sólo de las insuficiencias del marco nacional sino también de los límites inherentes a una concepción demasiado utilitarista de la acción pública. Ubicada entre el neoliberalismo y el socialismo redistributivo, la construcción europea falta de un proyecto en condiciones de regenerarla;
3. Tal reorientación no resultará ni de la yuxtaposición de los modelos nacionales ni de la extensión de los compromisos sociales anteriores. Supone una revisión de nuestras maneras de pensar tanto la cuestión europea como las relaciones entre economía y democracia. Desde tal perspectiva se redactó este Manifiesto.
Manifiesto por una Europa social y solidaria
Nacida con la Ilustración, la democracia europea se ha construido en torno a un doble desafío: superar el traumatismo de las violencias guerreras particularmente asesinas y encontrar una respuesta a las desigualdades sociales apoyándose en los derechos humanos, el pluralismo cultural y la solidaridad.
Desde hace más de medio siglo, esos principios de civilización han posibilitado alianzas entre los enemigos de ayer y desembocado, a escala de los Estados-Nación, en el pacto social demócrata de la posguerra. Éste ha sostenido al proyecto europeo durante muchos años, brindando, para unos, una utopía de transformación social realista, para otros, la posibilidad de regular el liberalismo económico sin cuestionar sus fundamentos. Actualmente, se encuentra perjudicado no sólo por la disminución de los recursos y la ausencia de proyecto sino también en razón de las transformaciones sistémicas ocurridas desde hace varias décadas. Un mundo complejo y totalmente nuevo va formándose ante nuestros ojos: lo constituyen las tecnologías ultra-sofisticadas, los movimientos migratorios gigantescos, la sobreexplotación de los recursos naturales y, también, la fluidez que posibilita el capitalismo mundializado, con la creatividad económica y los altos riesgos de empobrecimiento que esto provoca. Además, no debemos olvidar que un tercio del planeta se encuentra enfrentado con la pobreza absoluta, la hambruna y la falta de seguridad alimentaria. Tal situación hizo estallar los fundamentos ideológicos a partir de los que el pacto social europeo había sido establecido y consolidado.
Una Europa democrática que encara los desafíos del siglo XXI necesita desarrollar un modelo social sostenible que no puede ser la prolongación de los nacionales anteriores. Nuestra tarea no es reinventar el pasado sino volver a fundar un nuevo modelo social en consonancia con las demandas futuras de la población. Estamos convencidos que tal desafío debe darse en el nivel europeo, y habida cuenta de la urgencia y amplitud de la tarea, proponemos algunos elementos de diagnóstico y, luego, algunas propuestas para una nueva fundación.
En primer lugar, asistimos al desarrollo sin precedente de la relación de servicio. Sin embargo, ésta no debe interpretarse ni como la mera potenciación del sector servicios, ni como el surgimiento masivo de pequeños trabajos no calificados, antesala de un salariado de dos velocidades. Está presente tanto en la industria, la cultura o la docencia como en la salud o los servicios sociales.
La economía se terciariza. Ahora bien, la entrada en tal tipo de economía plantea una cuestión a nuestras sociedades modernas: la evaluación de la calidad del servicio depende tanto del productor como del consumidor, del asalariado como del usuario, de la organización que lo brinda como de las instituciones que lo dirigen. Seamos claros: el contenido de la riqueza producida ya no es la mera traducción mercantil del valor intrínseco de un bien sino que resulta de elecciones colectivas que involucran a la sociedad en su conjunto. El sector servicios es demasiado amplio y su contenido demasiado relacional como para caer en la trampa de una mercantilización incesante. Sin embargo, su capacidad para convertirse en un verdadero lugar de solidaridad no es evidente, y esto implica afrontar concretamente el sentido que queremos dar a lo que denominamos “economía”, la cual, en realidad, atañe a todas las actividades, ya sean rurales o urbanas, materiales o culturales. La definición de un modelo social y democrático requiere que esta “economía de servicios” esté re-encajada en la sociedad.
En segundo lugar, el desarrollo de una flexibilidad multiforme es objeto de puntos de vista a menudo contradictorios: idolatrada por unos en el altar de la concurrencia internacional, ésta se convierte, para otros, en el chivo expiatorio de todos los cambios. Sin embargo, la flexibilidad no es fundamentalmente una cuestión económica; antes que nada es el signo de una transformación cultural, y los asalariados extienden su demanda al respecto (horarios manejables, relaciones jerárquicas más flexibles, contenidos profesionales diversificados, tiempos sociales entremezclados, conciliación creciente trabajo/familia, etc.).
Introducirla puede servir de complemento o sustituto de los remedios tradicionales, con vistas a aumentar la eficacia económica de las firmas o ciertos componentes del bienestar individual. Pero esta evolución sólo es posible si va a la par de nuevos desarrollos sociales. Las garantías relativas al empleo y las trayectorias laborales deben ser reforzadas y convertirse, a su vez, en un nuevo derecho humano fundamental al igual que el derecho sindical, la libertad de emprender y el principio de no-discriminación de género o etnia entre los grupos.
Desde esta perspectiva, ya no es posible atenerse a una lectura exclusivamente civilista de los derechos humanos que descansa en una separación hermética entre derechos individuales y colectivos. El carácter colectivo de los derechos fundamentales debe ser plenamente asumido, con las implicancias que esto acarrea en el campo social. En sociedades tan complejas y movedizas como las nuestras, las expectativas en materia de derechos humanos se amplían paralelamente a los nuevos factores de vulnerabilidad o violencia que acompañanla difusión del capitalismo mundializado. En ese contexto, la voluntad política que apunta a contrarrestar la expansión de la sociedad de mercado no puede aferrarse a una concepción arcaica de la acción pública. Las mujeres y hombres políticos involucrados deben simultáneamente definir principios generosos y considerar a los actores sindicales y asociativos como verdaderos asociados de la iniciativa pública. A todos esos actores les incumbe la responsabilidad compartida de inventar un nuevo modelo social, sostenido por un amplio movimiento de negociación capaz de favorecer derechos sociales sólidos incluyendo los de los más débiles.
En tercer lugar, constatamos que nuestras sociedades se encuentran enfrentadas a cambios culturales considerables en el seno de esa figura central de la modernidad que representa la entrada en una sociedad de individuos. Al respecto, señalemos que el individualismo no es un invento reciente: es inherente a la modernidad democrática que hace de cada individuo un titular de los derechos universales, un ciudadano. Y, paradójicamente, al hacerse cargo, solo, del problema de la distribución desigual de las riquezas, el Estado benefactor consolidó esa lógica permitiendo a cada uno ocuparse exclusivamente de sí mismo. En cambio, lo que es reciente es exactamente lo opuesto, esto es la pérdida de confianza en las figuras colectivas que contribuyeron ampliamente a forjar las trayectorias individuales pero que dibujaron también una base común, a la vez una historia y un destino colectivo. Muchos ven en esto la expresión del repliegue sobre sí mismo, la suma de todos los egoísmos, una sociedad del zapping generalizado. Tal explicación es insuficiente. Detrás de las empresas en red y las asociaciones barriales, de los movimientos sociales y las solidaridades múltiples, se ocultan nuevos colectivos.
No reemplazan al Estado sino que, al contrario, evidencian su carácter imprescindible ante la ausencia de un proyecto compartido. Pero desplazan el lugar de lo político y reclaman otra forma de hacer la “cosa pública”: en la época de los flujos mundializados, los actores locales y transnacionales inventan respuestas inéditas, articulan la resistencia frente a los poderosos por medio de verdaderas iniciativas económicas y despliegan fragmentos de universalidad. Dicho de otro modo, nuestras sociedades aumentan su reflexividad política, por ende, llaman a una inteligencia política distinta que la preconizada por las reactivaciones anticuadas del utilitarismo o del soberanismo dominantes. Pero también reclaman más que los llamados puntuales a la movilización colectiva por parte de partidos a menudo reacios, en su funcionamiento habitual, a basarse en la dinámica de los movimientos colectivos y los tejidos económicos emergentes. Los miedos no dejarán de crecer si los poderes tradicionales no se sostienen en mayor medida sobre sociedades en marcha para concebir y desarrollar sus proyectos. En este principio de siglo, el individualismo toma el doble aspecto del egoísmo y de la autonomía. Todavía hay tiempo para procurar que, por laissez-faire o desprecio, el primero no triunfe sobre la segunda, con vistas a dar un nuevo sentido a una modernidad en condiciones de rechazar la facilidad tecnocrática y preocuparse por el bien común.
Un último aspecto, no menor, concierne a los límites del progreso material.
La creencia en los beneficios naturales de un progreso material ilimitado, sostenido por una ciencia que se ha alejado de la reflexión ético-política, ha perdido ampliamente su credibilidad. Así, se volvió evidente para la mayoría que las fluctuaciones aleatorias del precio del petróleo provocadas exclusivamente por el juego de la oferta y la demanda ya no ofrecen ninguna alternativa en condiciones de garantizar la supervivencia de las generaciones futuras. Más ampliamente, la sobreexplotación de los recursos naturales, la contaminación y el recalentamiento climático muestran fuertemente el carácter urgente de una transformación radical de nuestros modos de producir y consumir. El progreso no es automático y debe descansar en comportamientos responsables que rechacen la sobreacumulación o el culto de la inmediatez. Hay que inventar vías nuevas de producción y consumo, orientadas hacia la calidad de la vida, la preservación de los recursos naturales a largo plazo y la construcción de bienes comunes accesibles a todos, a escala tanto local como mundial. Desde esta perspectiva, debe inmediatamente cesar el escándalo absoluto que constituye el hecho de que gran parte de la población mundial no tiene acceso al agua potable: incumbe a las mujeres y hombres políticos internacionales la responsabilidad de enfrentar concretamente esta cuestión y superar las rivalidades mortíferas a las que conduce, en este campo, un mercado que depende únicamente de los arbitrajes de la concurrencia o del oportunismo. Los límites de un progreso material sin objetivo específico deben ser redefinidos muy cabalmente. Ocurre lo mismo respecto del conocimiento científico: la fe en una ciencia portadora de todas las promesas tecnocientíficas posibilitó progresos indiscutibles, por ejemplo, en materia de condiciones materiales o esperanza de vida. Pero, en adelante, esperamos que esa ciencia contribuya a mejorar la calidad de la vida de los seres humanos y sirva su búsqueda existencial en vez de inhibir o prohibirla. Ahora bien, cuando se limita a una reprogramación genética del mundo vegetal, animal o humano, la actividad científica no desemboca en nada. Necesitamos un enfoque ético sobre esas cuestiones, inscrito en un contexto democrático, para poder tanto compartir los beneficios del progreso material pasado como evitar de lanzarnos en sistemas tecnocráticos y eugénicos que tan bien describió la ciencia ficción.
En esos aspectos, Europa tiene recursos: pese a las dificultades actuales se beneficia de instituciones públicas fuertes y de una diversidad cultural fuente de dinamismo. Debe apoyarse en aquéllos para repensar lo que, desde los tiempos democráticos, constituye su esencia, esto es, su concepción de lo político. Para ello, enfrentar los cuatro desafíos que son el aumento de los servicios, el desarrollo de la flexibilidad, las transformaciones del individualismo y los límites del progreso material, supone elaborar un nuevo compromiso socioeconómico.
Rescatamos tres campos de acción:
– Respecto de las políticas sociales, es esencial favorecer una protección social que rechace tanto la asistencia como el trabajo obligatorio. Cuando la crisis actual desestructura a familias enteras y afecta, en primer lugar, a los más vulnerables, tal objetivo supone reafirmar el derecho a un ingreso mínimo. Esa orientación debe, a su vez, acompañarse de un apoyo reforzado para los intentos de inserción, individuales y colectivos. Sin embargo, tal perspectiva implica también enfrentar la complejidad de las dinámicas sociales que operan en la economía. Por ende, la Europa social debe contribuir a la implementación de una “seguridad social profesional” que garantice la continuidad de los derechos (tanto respecto de la desocupación y la enfermedad como de la formación, la representatividad sindical, etc.) en medio de la discontinuidad de los empleos. Debe también permitir renegociar periódicamente el recurso de los empleos de “transición”, a la escala de los sectores o territorios, de tal modo que los individuos puedan reencontrar el dominio de sus personas, de su trabajo y su historia. Finalmente, debe ofrecer posibilidades de formación que estén a la altura de las transformaciones técnicas y organizacionales en curso.
– Respecto de las políticas económicas, la mitificación del mercado no es aceptable. Éste se encuentra ligado a la modernidad pero cuando invade a la sociedad entera se vuelve una amenaza para la democracia. La construcción de una Europa social es indisociable de la existencia de otra economía, en particular de una economía no mercantil y/o de un tercer sector amplio, concebidos como los componentes fundamentales de nuestro modo de vida europeo. Las consecuencias de tal transformación son de distintos órdenes. Los servicios públicos europeos – o servicios de interés general– distan mucho de ser una categoría segundaria de servicios sino que están en el centro del modelo europeo.
Además, entre el mercado y aquéllos, existe una multitud de servicios que apuntan a responder a las necesidades humanas que no pueden ser estandardizadas (servicios para las personas, actividades de cuidado, etc.). Éstos, obligatoriamente mixtos, deben poder contar con una arquitectura institucional que posibilite su estabilidad y consolidación.
Finalmente, en términos amplios, debe emprenderse una reflexión sobre los límites generales del mercado frente a las necesidades esenciales de la población. Si admitimos el principio de una regulación pública que, al inscribirse en normas sociales y medioambientales, esté orientada hacia el desarrollo sustentable, debemos refutar la idea de que sólo el mercado es legítimo. En efecto, utilizando la distancia que permite el conocimiento histórico, podemos considerar que si bien, en la historia reciente, la sociedad europea ha funcionado sobre la base de una economía de mercado, no todas sus actividades económicas pueden reducirse a él.
Tanto la economía como la sociedad europeas deben construirse en forma auténticamente plural: paralelamente al mercado, es preciso reconocer todas las formas económicas fundadas en la solidaridad, en particular las que presentan una dinámica importante desde hace algunos años (iniciativas asociativas y cooperativas en los servicios, comercio justo, redes de intercambios locales, finanzas solidarias, moneda social, etc.)
– Finalmente, en lo relativo a la metodología política, la elaboración de un nuevo compromiso socioeconómico supone un procedimiento adecuado. Las transformaciones ya no pueden concebirse a partir de un país único o de una sola élite, ya sea intelectual o política. Para que la Europa social se fundamente en una base no tecnocrática, es fundamental incluir en las políticas públicas la variedad de las iniciativas no gubernamentales que reivindican una voluntad de democratización. Al respecto, deseamos que las elecciones del Parlamento europeo por sufragio universal den la oportunidad a los candidatos de multiplicar los encuentros y los debates con los ciudadanos, de modo que puedan no sólo representarlos mejor sino también renovar en profundidad sus propuestas legislativas a partir de las realizaciones ciudadanas tangibles, específicamente respecto de la solidaridad. Es la única manera de dar a la “conciencia europea” la posibilidad de construirse durablemente. Esta coconstrucción requiere también relaciones renovadas entre investigadores y actores sociales, en una sociedad que sólo puede resistir las tentaciones nacionalistas si refuerza sus capacidades de autoreflexividad.
Manifiesto propuesto por:
Marc Humbert
economista, docente en la Universidad de Rennes I, Presidente del consejo científico de PEKEA, Political and Ethical Knowledge in Economic Activities, ONG con estatus consultivo ante el Consejo Económico y Social (ECOSOC) de las Naciones Unidas.
Jean-Louis Laville
sociólogo, docente en el Conservatoire des Arts et Métiers(CNAM) (Conservatorio Nacional de Artes y Oficios), miembro del Laboratorio Interdisciplinario para la Sociología Económica (LISE-CNRS), cofundador de la Red EMES y Presidente del Instituto Karl-Polanyi en Francia.
Matthieu de Nanteuil
sociólogo, docente en la Universidad católica de Louvain, miembro del Laboratorio Globalización, Instituciones, Subjetivación (CID-LaGIS), miembro asociado de la Cátedra Hoover de Etica económica y social.
Denis Stokkink
Presidente del think tank europeo por la solidaridad, prestatario de servicios para los actores socioeconómicos y políticos que desean actuar con profesionalismo en el campo europeo de la solidaridad.
FUENTE: Revista «Otra Economía» nº 5
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