Este 8M los feminismos volvemos a ocupar las calles para cambiarlo todo. El grito de Feministas por el Clima viene del suelo, del aire, del sol. No es una metáfora: hablamos de respirar sin tóxicos, de producir alimento sin pesticidas, de no ser expulsadas de nuestro pueblo, de acceder a la energía necesaria enfrentando el derroche o de detener la amenaza climática. Son piezas irrenunciables de nuestro horizonte feminista.
Sin embargo,
Cuando más necesitamos árboles para darnos cobijo y sombra en las olas de calor que ya hemos sufrido y que vendrán, más se empeñan en lapidarlos bajo el asfalto.
Cuando más necesitamos una sanidad pública y universal que ponga salud a nuestros cuerpos cansados de precariedad y pandemia, más se empeñan en desmantelarla.
Cuando más necesitan calor y luz en la Cañada Real, más se empeñan en ser miserables.
Cuando más necesitamos un mundo sin fronteras, más nos militarizan, nos enfrentan, nos amordazan y encarcelan.
Cuando más necesitamos un nuevo orden mundial que pare este sistema que mata, más se empeñan en apuntalar a las economías fósiles.
Cuando más urgente es cerrar acuerdos vinculantes para detener el cambio climático, se elige a Qatar como anfitrión del teatro de la COP.
El cambio climático es sólo la punta del iceberg de un conglomerado de síntomas del desmoronamiento de los sistemas vivos: la pérdida de especies, la muerte de ríos, la tala de selvas, la desecación de acuíferos, las sequías e incendios, la desarticulación comunitaria y todas las pobrezas derivadas de estos fenómenos, que se acentúan con sesgo de género, de raza y de clase. Este desastre es la resultante de un funcionamiento económico, político y cultural incapaz de sostener la vida. Por eso necesitamos cambiarlo todo.
Nuestro grito señala lo que no queremos, pero también muestra que existen luchas de mujeres y prácticas feministas que resisten, en las ciudades y en los pueblos, a las amenazas y el hostigamiento de los dueños de los negocios. Que existen espacios comunitarios donde se reconstruye el bienestar cotidiano haciendo malabarismos, en medio de precariedades diversas. Que sabemos cómo defender lo pequeño, lo frágil, pero también cómo organizarnos subiendo de escala hasta transformar lo grande.
Frente al patriarcado y la crisis ecosocial que este trae de la mano, necesitamos ecofeminismo. Retejer los vínculos que nos sostienen, las redes que configuran el mundo natural y las redes que construimos en colectivo junto a otres. Necesitamos la economía que sostiene estas redes y no la que las destruye. Necesitamos la política que nos reconoce como parte de un proyecto colectivo e inclusivo y no la que nos expulsa para proteger la acumulación de poder. Necesitamos el derecho que nos repara y nos reconoce y no el que nos culpabiliza y nos dice lo que tenemos que ser y hacer mientras genera espacios de impunidad para quienes siguen ejerciendo violencias sobre la naturaleza, lo público y lo común.
El futuro ecofeminista que imaginamos se podría resumir en tres ideas sencillas:
Suficiencia: Ajustarse a los límites biofísicos del planeta, y eso significa sostener todas las vidas y decrecer para quienes acumulan por encima de lo necesario.
Redistribución: De los trabajos, las responsabilidades, los protagonismos y también los recursos materiales y la energía.
Cuidados: Construir una política de la sostenibilidad de la vida, es decir, que se responsabiliza de la vulnerabilidad, valora la diversidad, practica la reciprocidad, teje comunidad y crece en bienes ilimitados, como los afectos, la creación, el conocimiento o la risa.
El feminismo del presente está construyendo ya estas prácticas necesarias para el futuro.
Suficiencia, redistribución y cuidados es nuestro grito. Un grito que se levanta desde la tierra para limpiar el aire.