Consumo Responsable

Los supermercados como conformadores de precios

Este texto, tomado de Carro de Combate, es un extracto adaptado del libro ‘La dictadura de los supermercados’ de Nazaret Castro, publicado por la editorial Akal

2 febrero 2023

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Una radiografía del sector de la distribución deja ver cómo el sector de la gran distribución tiene poder de oligopsonio: si, en condiciones de oligopolio, un pequeño grupo de productores domina el mercado, en el caso del oligopsonio, es un pequeño número de compradores el que lo controla. Esto no sólo les otorga una gran influencia como fijadores de precios, sino también de otras condiciones de pago: por ejemplo, el pago a 90 días de la mercadería.

Es lo que se ha denominado la «teoría del embudo»: coexisten en el mercado muchos productores y muchos consumidores, pero un pequeño grupo controla la fase de distribución y comercialización y, de ese modo, tiene la capacidad de imponer condiciones que le aporten un amplio margen de beneficio.

Ante la virtual desaparición de las tradicionales tiendas de barrio, los productores se ven obligados a ceder, en precios y en condiciones de pago, ante las exigencias, muchas veces abusivas, de los distribuidores: medidas como el pago diferido o la venta a pérdidas son fácilmente asumibles por las grandes multinacionales pero no por las pequeñas y medianas empresas. Todo ello redunda en márgenes de beneficios exorbitantes para los grandes distribuidores: el 60% o incluso más del beneficio final se concentra en la gran distribución, donde el consumidor llega a pagar un 2.000% más de lo que el distribuidor pagó al productor.

Cada vez más, ese modus operandi de la gran distribución se ha convertido en el principal factor determinante de su rentabilidad. El resultado es que aumentan las ganancias de los distribuidores y quiebran los pequeños productores, sobre todo en el sector agrario y ganadero. Porque si mucho se ha escrito sobre el poder corporativo, no se ha subrayado suficientemente la relación indisoluble entre la consolidación de la industria agroalimentaria corporativa y la gran distribución. Hemos asistido a una concentración del sector alimentario sin precedentes, en paralelo a la walmartización de la distribución.

En 2012, Convergence Alimentaire (Convergencia Alimentaria) publicó una infografía, que pronto se hizo viral, en la que queda patente el grado de concentración empresarial de los productos básicos, como alimentos, cosméticos y detergentes. Diez empresas producen y distribuyen más de 2.150 productos de consumo diario en docenas de países. Algunas de ellas poseen cientos de marcas: como las más de 300 de P&G y las más de 400 de Unilever y Coca-Cola.

Y, mientras que las empresas multinacionales se hacen con una porción de la tarta cada vez mayor, los pequeños productores y comerciantes tienen cada vez más dificultades para sobrevivir. Las cifras son sorprendentes: en el mundo se beben más de 4.000 tazas de Nescafé (Grupo Nestlé) por segundo, y los diferentes productos de Coca-Cola se consumen más de 1.700 millones por día. Las 10 mayores compañías alimentarias del planeta acaparan el 10% de la facturación mundial en el sector de alimentos: cada día ingresan más de 1.000 millones de dólares.

El primero de la lista es el grupo Nestlé, con ingresos de 103.500 millones de euros y alrededor de 8.000 marcas diferentes en todo el mundo. Lo sigue el Grupo Unilever, con una facturación de 68.500 millones de euros y una cartera de productos en que, además de alimentos (Frigo), hay marcas de referencia en otros sectores clave de la cesta de la compra, como la higiene personal (Axe o Rexona) y los productos de limpieza (Skip). Los lugares tercero y cuarto se los disputan los dos gigantes de los refrescos: PepsiCo y Coca-Cola. Y completan el cuadro de los poderosos de esta industria los grupos Mars, Danone, Associated British Food, General Mills y Kellogg Company. La concentración empresarial del sector es creciente, y a menudo nos pasa inadvertida gracias a la diversidad de marcas y logotipos, reducibles a un pequeño número de grupos empresariales. Según una investigación del IESE Business School de la Universidad de Navarra, realizado a partir del índice de Herfindahl con el que se mide la competencia empresarial, la concentración de la industria agroalimentaria supera en un 41% el umbral de concentración considerado como dañino para la competencia, y esto sucede, sobre todo, en productos como patatas chips, refrescos, yogures o sopas deshidratadas.

¿Por qué damos estos datos cuando hablamos del sector de la distribución? Porque el poder creciente de estas marcas ha sido posible, en gran medida, gracias al emporio de los hipermercados. La gran distribución moderna comenzó vendiendo los productos alimentarios. Si por una parte, como veíamos en otro artículo, las marcas permitieron el nuevo modelo de distribución, que podía prescindir del rol del tendero como fuente de confianza, la gran distribución moderna, al mismo tiempo, promovió el ascenso de estas grandes marcas, al ofrecer a los productores unas condiciones que privilegian la entrada de las grandes empresas. Pero no hablamos de un sector cualquiera: hablamos de la alimentación. Y dejarle a las empresas multinacionales, orientadas a la ganacia, el poder de decidir lo que comemos ha tenido consecuencias muy importantes sobre la salud, como denuncia el informe Viaje al centro de la alimentación que nos enferma, de Justicia Alimentaria.

La presión sobre los proveedores

Movimientos sociales como la Vía Campesina y Ecologistas en Acción han señalado la responsabilidad de los grandes grupos de distribución en el aumento sostenido de la diferencia entre el precio que se le paga a los productores y el que terminan abonando los consumidores en el supermercado. La gran distribución se lleva el 60% de lo que pagan los consumidores y es quien menos costes tiene en la cadena alimentaria. Por ello las asociaciones de agricultores piden un cambio en la legislación que compense la actual asimetría de poder entre los grandes distribuidores y los pequeños campesinos. Para 2006, según los cálculos de estas organizaciones, en la Comunidad de Madrid ese diferencial era del 400% de media, y en algunos productos superaba el 1.000%.

Pero los precios no son el único modo en que los distribuidores presionan a sus proveedores. El Tribunal Vasco de Defensa de la Competencia, en un extenso informe sobre La distribución de bienes de consumo diario, concluyó en 2009 que «Carrefour, Mercadona y Eroski constituyen un oligopolio estrecho en el mercado español de aprovisionamiento de bienes de consumo diario y en la distribución minorista en grandes superficies comerciales (esto es, de más de 1.000 metros cuadrados), que adopta comportamientos paralelos (colusivos) que restringen la competencia y perjudican el bienestar de los consumidores». El Tribunal reprochó la «posición dominante» de las tres grandes cadenas de distribución, que les permite «exigir a sus proveedores pagos y condiciones comerciales desproporcionadas». Avalados por su poder de oligopsonio, los grandes distribuidores asfixian a sus proveedores con políticas abusivas, como obligarlos a que entreguen gratuitamente la primera entrega, para así poder ofrecer, sin coste alguno, promociones que atraen y fidelizan a clientes; obligarlos a asumir los costes de las promociones en el establecimiento, pagando los gastos de carteles o regalos, y asumir, también, los costes del procesado, empaquetado y presentación de los productos. Eso, por no hablar de las draconianas condiciones de pago, a veces a meses vista, lo que resulta muchas veces inviable para las pequeñas empresas. En gran número de ocasiones, se los obliga además a aplicar descuentos de hasta el 20% en las entregas, pagar un extra por posiciones de privilegio en los expositores de venta –de nuevo, en detrimento de las empresas familiares– y a producir para sus marcas blancas.

Daniel López, de Ecologistas en Acción, ofrece una panorámica de la situación del sector de la distribución en el Estado español: «La estrategia de las grandes superficies para obtener beneficio se basa en vender muchas unidades con poco margen. Para ello, tratan de eliminar la competencia y ofrecer un producto elaborado muy barato (con materias de pésima calidad y presionando a la baja los precios pagados a agroindustria y producción) como producto gancho», que, a un precio a menudo por debajo de los costes de producción, atrae a los compradores a su establecimiento. Este es el llamado «canal moderno de distribución», que aporta mejores márgenes a los productores que el canal tradicional pero que implica, para acceder al canal, un importante volumen de producción y grandes inversiones y gastos; es, por tanto, una opción que queda al alcance de unos pocos: de las grandes empresas.

Todo esto crea distorsiones y disfunciones en el mercado que afectan tanto a los productores como a los consumidores. El estudio de Justicia Alimentaria llega a concluir que «los supermercados ganan más dinero por medidas de coacción que por la venta y sus productos (en Italia o Reino Unido el 50% y en Francia el 70% de los beneficios)». Esto, además de escandalizar a cualquier ciudadano de bien, visibiliza que, al igual que sucede con otros oligopolios, el de la distribución no tiene esos grandes beneficios por ser más eficiente o por hacer mejor que el resto, sino simplemente porque su tamaño le permite imponer todo aquello que le haga multiplicar su ganancia. Frente a esta realidad, Justicia Alimentaria y otras organizaciones en defensa de la soberanía alimentaria piden políticas públicas que ayuden a reequilibrar el poder de la cadena agroalimentaria, contratos públicos que garanticen condiciones dignas para el productor y creación de canales alternativos de distribución y comercialización que acerquen a consumidor y productor. Como hemos visto, las dos tendencias más recientes en el sector de la distribución en la España reciente han sido la apertura de locales de barrio –sean en régimen de propiedad o en franquicia–, la apuesta por los productos frescos y la guerra de precios como forma de captar a un consumidor afectado por la crítica situación económica del país desde que estalló la crisis financiera en 2008. El efecto combinado de estas tres tendencias ha provocado un aumento insoportable de la presión sobre los proveedores de esos productos frescos, pues, para poder vender más barato sin ver afectados sus márgenes de ganancias, se les imponen condiciones cada vez más duras: en algunos sectores, como el lácteo, los precios de compra no superan los costes de producción

El efecto Mercadona

La empresa de Juan Roig no sólo encabezó la nueva fase en que las grandes firmas de la distribución vuelven a los supermercados de proximidad, sino que estuvo a la cabeza de la apuesta por las marcas propias. Aquí menos que nunca pueden llamarse «marcas blancas», porque uno de los grandes éxitos de la estrategia de Mercadona ha sido posicionar a sus propias marcas, que se han consolidado con su propia imagen: la más extendida es Hacendado, que abarca la mayor parte de los productos alimenticios; pero están también Deliplus (cosméticos), Bosque Verde (limpieza) y Compy (comida para animales), entre otras. En 2014, estas mercancías suponían el 43% de los productos que se venden en los estantes de los 1.500 supermercados de la firma valenciana.

La empresa valenciana implantó en los años noventa la figura de «interproveedor» o «productor recomendado», para referirse a proveedores que producen para las marcas blancas de Mercadona y cuyas mercancías figuran destacadas en los estantes del supermercado. Los proveedores deben firmar un contrato que les asegure unas ventas a cambio de que acepten sus reglas del juego; el objetivo, según Mercadona, está reflejado en el lema de la empresa, «SPB: Siempre Precios Bajos»: precios bajos, eso sí, respetando el jugoso margen del distribuidor; precio atractivo, calidad aceptable, margen conveniente para Mercadona: son condiciones que pueden asfixiar al proveedor, sobre todo desde que en 2009 la empresa de Roig decidió cambiar su política con sus interproveedores y comenzó a exigir exclusividad a algunos de ellos. Algunos proveedores decidieron marcharse, como es el caso de Dulcesol, el fabricante de bollería que hoy sigue produciendo para las marcas blancas de Carrefour y Lidl.

Dulcesol resultó ser un caso exitoso; después de «desengancharse» de Mercadona, mejoró su desempeño y aumentó el número de empleados, pero a otros proveedores les fue peor. Varias empresas se han visto asfixiadas por las condiciones impuestas por Mercadona hasta llegar a la quiebra. Es ahí cuando entra en escena el fondo de inversión Atitlán, del que participa Roberto Centeno, yerno de Roig. Atitlán compró en 2014, a un precio conveniente, uno de sus mayores proveedores de pescado: Caladero. En el ejercicio anterior, las cuentas de 2013 detallaban un beneficio neto de 63,9 millones de euros por la compra de las empresas Ibersnacks, Bynsa, Dafsa y Naturvege; las cuatro tenían en común ser interproveedoras de Mercadona. De ese modo, Atitlán se lucra gracias a la ruina de los productores afectados por la llegada de la cadena de supermercados de Juan Roig.

Otro aspecto polémico de las marcas blancas tiene que ver con la denominación de origen (D. O.) de los productos. Emblemático fue el caso de la horchata valenciana: si bien Mercadona asegura que la empresa interproveedora Dafsa, fabricante de la horchata Hacendado, compra el 48% de la chufa que se produce en Valencia, el Consejo Regulador de la D. O. Chufa de Valencia sostiene que la «única garantía» de que la horchata esté elaborada con chufa valenciana es que su envase muestre el logotipo de la D. O., cosa que no ocurre en el caso de la horchata Hacendado. También polémico resultó cuando se conoció que Sovena, entonces el único proveedor del aceite que se vende en Mercadona, se envasa en Portugal, si bien la empresa de Roig sostiene que el aceite es 100% de origen español, y Escuris, la empresa que produce el atún en conserva Hacendado, sufrió un boicot de los consumidores por estar asociado al grupo marroquí Derhem, con producción en el Sáhara Occidental.

Más allá de los casos concretos, lo cierto es que el auge de las marcas de los distribuidores supone una nueva vuelta de tuerca en la transferencia de poder de los pequeños productores a los grandes distribuidores. Y no sólo en términos de captura del valor, sino también en lo que tiene que ver con la conformación de subjetividades: el consumidor no sólo compra en Carrefour, sino que compra productos de Carrefour. Toda la extensa cadena de extracción de materias primas, elaboración de las manufacturas, transporte y comercialización queda oculto tras el logotipo de la transnacional de origen francés, la misma que ha llevado su logo a medio mundo.

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