Feminismos

La vida en juego. La vida en riesgo

Cuidar de nuestras vecinas en tiempos de coronavirus es una de las formas de desobedecer el mandato individualista neoliberal y heteropatriarcal. Ha tenido que llegar una pandemia global, el colapso del sistema sanitario y el miedo por la supervivencia de las personas mayores, para sacar a la luz los trabajos de cuidados invisibilizados, que hoy se […]

15 abril 2020

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Cuidar de nuestras vecinas en tiempos de coronavirus es una de las formas de desobedecer el mandato individualista neoliberal y heteropatriarcal.

Ha tenido que llegar una pandemia global, el colapso del sistema sanitario y el miedo por la supervivencia de las personas mayores, para sacar a la luz los trabajos de cuidados invisibilizados, que hoy se demuestran imprescindibles para nuestra supervivencia. Nunca pensamos que llegaríamos a ver el enunciado “trabajos esenciales” en un decreto del Gobierno. Sabemos que para ellos no deja de ser una anécdota propia de tiempos excepcionales, pero de golpe vemos a medios y ciudadanía preguntándose por algo que hace mucho tiempo que nos preguntamos las feministas “qué trabajos son necesarios”. Y no, el Ejército no es uno de ellos.

Es el momento para cambiar radicalmente de rumbo, si no queremos que nos impongan su doctrina del shock, que la recentralización, militarización del estado y repliegue en los hogares nucleares permanezcan más allá de la excepción. Aunque esta crisis parezca un punto de quiebra histórico, en realidad no hay nada muy nuevo bajo el sol, salvo el bicho. Lo que vemos son las costuras del sistema y no deja de sorprendernos cuántas de las cosas que entrevimos en las Derivas Feministas, tienen hoy plena vigencia. Por eso queremos compartiros algunas de ellas.

Hace un año, durante la primavera de 2019, varias feministas bizkaínas salimos a las calles y los campos en busca de respuestas colectivas. Partíamos de la conciencia de estar atravesando una crisis multidimensional y civilizatoria y queríamos preguntarnos juntas cómo y hacia dónde cambiar. La pregunta que nos atravesaba era cómo defender la vida en común, arraigada en un planeta vivo, en el marco de un sistema que la violenta. Hoy se expande la conciencia de que es la vida misma la que está en juego. La retaguardia invade el espacio ocupado por los grandes palabros (progreso, innovación, competitividad…), que quedan opacados frente a la obviedad: si no hay vida, no hay nada grande. Y la vida no es por arte de magia, sino porque la cuidamos. ¿Por qué, entonces, la hemos descuidado de semejante forma?

Habitamos una Cosa escandalosa, que funciona movida por un proceso de acumulación permanente, sustentado en la mercantilización de la vida, la explotación de los trabajos pagados y no pagados y la expoliación del planeta. El conflicto capital-vida es estructural e irresoluble. No se trata de un conflicto abstracto, sino de una tensión que experimentamos hondamente en el día a día. De manera desigual. Porque en esta Cosa escandalosa no todas las vidas importan de la misma manera. Este sistema nos hace vivir vidas precarias al tener que resolver la existencia de manera solitaria, privatizada y mercantilizada. ¿Cómo no leer aquí el conflicto de una sanidad pública exangüe, los hogares desbordados y las empresas que amenazan con hundirnos si se hunden?

 

Nuestra denuncia: la invisibilidad de los trabajos de cuidados

Una de estas costuras que salen a luz son todos los trabajos que se encargan de resolver la vida, intentando sanarla de los daños que le provocan los mercados. A esos trabajos cotidianos imprescindibles los llamamos cuidados y están metidos e invisibilizados en las casas. Están profundamente minusvalorados: mal pagados o no pagados, sin derechos o con derechos de segunda, a menudo ni siquiera llamados o considerados trabajos. Los cuidados invisibilizados son lo que no existe, el problema que no nombramos, y sirven para ocultar el conflicto capital-vida.

Pero, ¿qué pasa hoy si una trabajadora a la que la ley de extranjería le deniega los papeles no puede llegar a casa de la abuela que cuida? ¿Si una madre o un padre no cumple con los índices de productividad porque el teletrabajo con criaturas es una quimera? ¿Si los equipos de protección no son una prioridad para las cuentas de resultados de las empresas que gestionan las residencias? Hoy tenemos un poco más de capacidad para ver lo que nunca hemos querido ver. Pero ¿vamos a querer ver también el conflicto que ayudaban a esconder: el ataque a la vida colectiva para favorecer a unas pocas vidas particulares?

 

Nuestras apuestas: arraigarnos

El poder corporativo está desterritorializado. Se mueve globalmente a una velocidad inimaginable: desaparece una inversión en Tokio y reaparece en Buenos Aires, en un nanosegundo; lo cultivado recorre miles de kilómetros antes de ser comido; la industria de la moda se adapta casi al día a nuestros deseos. Pero somos incapaces de conseguir las máquinas y las mascarillas necesarias para salvar vidas. Parecía que la globalización nos hacía fuertes, y nos ha mostrado tremenda y globalmente débiles. Los males viajan rápido y mucho.
Frente a un sistema que desterritorializa, apostamos por el arraigo. No es solo un movimiento, mucho menos una retórica: es el elemento que da materialidad a las alternativas. Nos comprendemos como entes vivos que no flotamos en el vacío, ni en las palabras, ni en los mercados bursátiles. Arraigar y arraigarnos es reconocer los límites de los cuerpos y de la tierra que habitamos; y reconocer los vínculos que nos atan a otras personas, a otros seres vivos, y al conjunto del ecosistema.

A la triple negación del territorio cuerpo-tierra que hace esta Cosa escandalosa, contraponemos una triple afirmación:

• Ante la negación de la tierra: nos arraigamos en la tierra.
• Ante la negación del cuerpo: nos acuerpamos.
• Ante el vacío del territorio: construimos lugares de encuentro y relación.

La apuesta por el arraigo de las alternativas en el territorio no es una apuesta por la autarquía, por el cierre y el repliegue hacia dentro. Es una apuesta por reinventar la manera de movernos por el territorio global desde el reconocimiento de los vínculos, desde la soberanía y la acogida.

 

Nuestras apuestas: derecho colectivo al cuidado

Los cuidados no son ni buenos ni malos, sencillamente deben suceder para que la vida pueda existir. Todas las personas somos vulnerables y, si no (nos) cuidamos, simplemente no vivimos. Los cuidados son una necesidad constante de todas las personas, en todos los momentos de la vida. Más en tiempos de coronavirus, pero no exclusivamente. La pregunta no es si debemos cuidar más o menos, sino cómo (nos) cuidamos y cómo queremos cuidar. Y, también, cuáles son las vidas que queremos cuidar. Y si, ya que son una necesidad de todxs, deberían ser una obligación para todas las personas.

Apostamos por un derecho colectivo al cuidado como un derecho de todas las personas, a lo largo de toda la vida, a ser y sentirnos libres de cuidar y de recibir cuidados. Este derecho nos lleva a pensar en una noción de libertad distinta a la actual, preguntándonos quién es hoy libre y a costa de quién; y poniendo la libertad en vínculo estrecho con el compromiso con la vida propia y la colectiva. Por eso decimos que es colectivo: porque buscamos modos para construir una responsabilidad verdaderamente compartida en el cuidado de la vida común, donde nadie se considere al margen o por encima de esa responsabilidad y viva, por tanto, a costa del resto; donde nadie tenga que inmolarse por lo que otrxs, o en colectivo, no hacemos.

Hacer realidad este derecho requiere cambios profundos en los hogares que tenemos, donde el mal reparto de trabajos nos genera a menudo la sensación de querer largarnos de nuestra propia casa. Y hoy, confinadas todas, hacinadas muchas, ni siquiera podemos fantasear con largarnos. Las mujeres* necesitamos cuidarnos, dejar de cuidar y cuidar de otro modo… ¡sin culpas! Los hombres necesitan renunciar a su privilegio de estar exentos del cuidado.

Desde la reconstrucción de los arreglos del cuidado en lo más cercano, apostamos por el establecimiento de redes comunitarias. Desde lo comunitario, engarzamos con lo público. Exigimos una responsabilidad institucional fuerte, especialmente en las etapas vitales donde nuestra vulnerabilidad es mayor (infancia, vejez, enfermedad… ¡coronavirus!). Rompiendo con la tendencia privatizadora, reivindicamos servicios públicos de cuidados, donde se trabaje en condiciones dignas. Un modelo demasiado lejano de lo que sucede hoy con la ayuda a domicilio, las residencias de personas ancianas, el empleo de hogar y otros sectores feminizados y racializados.

 

Nuestras apuestas: romper con el productivismo y la culpa

El productivismo, esa ansiedad por hacer más, esa sensación de que nunca es suficiente, nos atraviesa y contamina no solo el empleo, sino las militancias e, incluso, los cuidados. ¿También el confinamiento? No nos hacen falta jefes para caer en dinámicas estresantes “tenemos tantas cosas y tan importantes que hacer…”. Y el productivismo, en las mujeres*, se mezcla con la culpa heteropatriarcal: si haces menos de lo que (crees que) podrías, te sientes mal por no dar de ti todo lo posible; si estiras todo lo posible, te sientes mal por replicar lógicas capitalistas. La culpa por cansarnos: “soy una floja”. La culpa por parar y por no parar.

¿Cómo romper con esta dinámica? Necesitamos reemplazar estas lógicas que nos extenúan por el autocuidado en colectivo; ser conscientes de los momentos vitales y de las necesidades de nuestros cuerpos; sentir nuestra pertenencia a un territorio que también marca ritmos propios. No sabemos bien cómo, pero sí sabemos que la conexión con el deseo y el placer es imprescindible para liberar tiempo del empleo y no volverlo a llenar de otros trabajos ni vivirlo con culpa. No solo se trata de liberar tiempo del curro, sino de disponer de tiempo para hacer lo que queramos y para “tocarnos el higo individual y colectivamente”. ¿Lograremos tocarnos el higo en tiempos de confinamiento?

No lo sabemos, pero sí sabemos que estos días tenemos una oportunidad para ensayar formas de politizar lo cotidiano, de tejer alternativas desde nuestras vidas individuales y colectivas. No hay asambleas, no hay espacios de encuentro físico, ni manifestaciones. Pero seguimos viviendo y, como han demostrado las redes de apoyo mutuo vecinales, cuidar de nuestras vecinas en tiempos de coronavirus es una de las formas de desobedecer el mandato individualista neoliberal y heteropatriarcal. Otra desobediencia colectiva a la culpa que estamos tramando estos días es la huelga de alquileres. Puede que estemos encerradas (muchas, hacinadas), pero no vamos a dejar que esta crisis la paguemos las mismas de siempre.

 

Podríamos hablar de mil cosas más…

Podríamos hablaros de mil cosas más que vimos juntas y que hoy nos resuenan: qué pasa con la violencia, la metida en las casas, hoy más invisible aún, y la de las calles (hoy reconvertida en la violencia del vacío de lo común, en violencia policial o militar en las esquinas).

Podemos hablar de soberanía alimentaria: no se pueden cerrar las fronteras a las mercancías porque no tendríamos qué comer, pero en cambio se prohíben las ferias de productos locales y se nos obliga a comprar en grandes supermercados. Podemos afirmar que, igual que vemos hoy urgente reconstruir los arreglos cotidianos del cuidado, es urgente reconstruir las redes de alimentación. Podríamos hablar de cuáles son los trabajos socialmente necesarios y preguntarnos quienes los hacen y en qué condiciones.

Podríamos hablar de mil cosas… Quizá no sea tanto momento de pretender brillar con grandes ideas muy nuevas, sino de escuchar y escucharnos, de recuperar todo lo dicho, con la fuerza que nos da este golpe de realidad: lo que está en juego es la vida, lo que está en riesgo en este sistema es la vida; vivir es cuidar en común el cuerpo colectivo, aquel que se arraiga en el territorio y en la tierra; queremos vivir otras vidas en otros mundos posibles y tenemos propuestas y proyectos que están poniendo en práctica desde ya esas alternativas (no exentas de contradicciones pero firmes en el sentido y en la urgencia de que necesitamos cada vez más alternativas y que estas estén cada vez más interconectadas). Aunque de momento sea desde el confinamiento, queremos recuperar la fuerza de caminar juntas, a contracorriente, con esperanza y alegría… ¡seguiremos derivando juntas!

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