Consumo Responsable

Inmersos en la cultura del ‘sold out’: cómo el capitalismo caníbal ha fagocitado nuestro ocio y disfrute

El FOMO (miedo a perderse planes) se presenta como una nueva herramienta de marketing. Un sentir, ya transgeneracional, que agita la conciencia sobre nuestra propia experiencia víctimas de una rueda de consumo que ha absorbido nuestro tiempo libre. Un artículo de Pablo Garnelo en eldiario.es

5 marzo 2024
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Hace ya tiempo que la vida transcurre de sold out en sold out. Los nuevos tiempos, marcados por un capitalismo voraz, han acabado por fagocitar gran parte del ocio que se nos oferta. Vivir deprisa se ha convertido en nuestro dogma. Consumir rápido, comprar sin pensar (o haciéndolo lo menos posible) movidos por los impulsos de una urgencia que nos alerta del miedo a perdernos las oportunidades que el ocio, convertido en salvavidas de nuestra vida monótona y acelerada, nos brinda.

El FOMO (miedo a perderse planes, por sus siglas en inglés) se nos presenta así como una nueva herramienta de marketing. Un sentir, ya transgeneracional, que agita la conciencia sobre nuestra propia experiencia víctimas de una rueda de consumo que ha absorbido nuestro tiempo libre.

Algo ha cambiado tras la pandemia en el sector del entretenimiento. Lo que en tiempos pandémicos se vislumbraba como un futuro oscuro en la industria ha terminado por transformarse en un sector con récords de cifras de ventas, atravesado por un consumo acelerado y un público ávido por escapar de una realidad cada vez más frustrante y claustrofóbica.

Según el Anuario de la música en Vivo del año 2023, la industria del directo ha ingresado 459 millones en venta de entradas, disparando hasta un 200% las cifras con respecto al año anterior —a pesar de ser más caras—. Ya no hablamos de recuperación tras la pandemia, sino de un sector mucho más que al alza donde la especulación fluye de manera placentera, enriqueciendo al empresario y no al artista. No deberíamos hablar de un éxito del sector, sino del capitalismo más perverso que segrega según ganancias.

A este respecto, en los últimos tiempos hemos visto a Erick Urano cambiar la venta de entradas anticipadas para su concierto de la sala Apolo de Barcelona a finales del pasado año por invitaciones. El artista comunicó que la venta no había funcionado y que, en vez de cancelar la cita, por respeto a los trabajadores, al público que había pagado por asistir y a su propio trabajo, actuaría pero gratis. Convirtió así el evento en un acto reaccionario contra la industria, porque lo que hoy es gratis y no está subvencionado puede marcarnos nuevos horizontes.

“En una época tan mercantilista para el arte, no puede ser que sobreviva solo lo que es rentable en términos económicos (…) muchos de los proyectos que han pasado a la historia no han sido rentables y luego han tenido una trascendencia social brutal en lo que ha llegado después. Nos estamos perdiendo proyectos artísticos, en muchas disciplinas, porque no generan dinero desde cero. Muchas veces no interesa impulsar lo que se sale del margen (…) Hay músicos que si no tienen sold out al anunciar una gira o no están en el top de artistas más escuchados cuando sacan música parece que fracasan”, son algunas de las reflexiones que el propio artista hacía en conversación con elDiario.es.

Una de las características de la Generación Faster pasa por la necesidad de hacer y consumir ocio para adquirir una identidad

Los seres humanos vivimos aterrados por perdernos cosas, por no estar donde (algunas de estas) ocurren, por no experimentar lo que se espera de nosotros. Vivimos así bajo la sombra de un desasosiego por no ser aceptados, por miedo a un abandono que nos empuje al precipicio del olvido y definitivamente no trascender en nuestras vidas. Somos víctimas de las necesidades que el sistema va generando, de la búsqueda incesable del fantasma de la libertad fruto de los años de un progreso que nunca llegó. En este sentido, una de las características de la Generación Faster pasa por la necesidad de hacer y consumir ocio para adquirir una identidad.

Psicológicamente, la construcción de nuestros miedos surge principalmente en nuestra infancia. Aunque el miedo tiene un componente innato, mayormente es aprendido y varía entre culturas. De niños nuestra prioridad número uno es la supervivencia creando un vínculo de apego con nuestros cuidadores. Pero cuando las personas responsables de nuestra seguridad no son seguras, nuestro SNA (Sistema Nervioso Autónomo) no se configura bien.

La construcción en nuestra infancia de un apego marcado por la inestabilidad potenciaría en la adultez las dificultades a la hora de vincularnos con los demás y con nuestra propia experiencia vital, potenciando la aparición de emociones negativas e importantes trastornos. Es ahí cuando, como consecuencia, puede surgir la necesidad de trascender y de dejar huella.

La teoría del apego del psiquiatra y psicoanalista John Bowlby explica cómo las relaciones entre padres e hijos guiarán las percepciones individuales, las emociones, los pensamientos y las expectativas en relaciones posteriores. Si la intimidad y la conexión fueron inseguras cuando éramos pequeños, como adultos, frecuentemente rechazaremos de forma inconsciente los intentos de los demás para conectar, aunque la intimidad y la conexión sea precisamente lo que buscamos. Las experiencias de la infancia tienen influencia en la adultez, si un niño aprende que puede confiar en sus figuras de seguridad, que estarán disponibles y serán responsables ante sus demandas, aprenderá que puede confiar en otras personas, que puede acudir a ellos si está en problemas.

El modelo de industria del entretenimiento imperante no es un modelo conocido por tener en cuenta los cuidados hacia la salud mental de sus usuarios, pero sí un anzuelo emocionalmente apetitoso para aquellos perfiles marcados por infancias desestructuradas y familias ausentes que muerden el gancho buscando completar las carencias emocionales y la atención de la que carecieron en sus infancias.

Bowie probablemente fue durante muchos años una de las víctimas más prolíficas de la industria musical. En el documental Moonage daydream se recogen declaraciones en las que habla de una madre ausente y de la relación con su hermanastro mayor, Terry, durante su infancia, mostrándolo como influencia directa, y de su deterioro mental tras haber estado alistado en el ejército, motivo por el que Bowie comenzó a preocuparse por su propia salud mental adaptando las exigencias de la industria musical a sus necesidades creativas y no al revés. Solo con el paso del tiempo fue abandonando sus delirios en forma de personajes que eran fantasías disociadas de sí mismo, como Ziggy Stardust y Aladdin Sane.

Aunque según estudios recientes los músicos son un colectivo especialmente vulnerable, por suerte en los últimos tiempos han surgido distintas iniciativas o manifestaciones en contra y ante un modelo hegemónico en la industria, exposiciones públicas que cuestionan el modelo imperante en la industria, como la cuenta de Instagram @abusosenlamusica, donde en cuestión de semanas decenas de mujeres han denunciado abusos en la industria musical, o el libro Bodies. Vida y muerte en la música (Liburuak), del periodista británico Ian Winwood, donde el autor explora dinámicas patológicas paralelas a mecanismos de la industria preestablecidos durante décadas.

Podríamos estar en los albores de uno nuevo absolutismo: la dictadura del entretenimiento. Un bastión del capitalismo que, lejos de premiar la vanguardia y la creatividad, enriquece la rentabilidad. No es marketing, es especulación

En La dictadura de los supermercados (Akal), la periodista Nazaret Castro habla del imperio de la gran distribución moderna, un modelo de mercado que modifica nuestras relaciones y nuestros hábitos, donde casi todo lo que consumimos está en manos de cada vez menos personas, empresas líderes cuyo poder fagocita al pequeño comerciante. En este sentido, el término capitalismo caníbal explica cómo las grandes cadenas llegan a nuestros barrios con ofertas irrechazables y precios por debajo de la media de la zona, ahogando así al pequeño comercio que finalmente tiene que cerrar su negocio. Es ahí cuando las cadenas adquieren el control del mercado y suben los precios, ahogando también al consumidor.

Recogiendo la lectura de Nazaret Castro, podríamos estar en los albores de un nuevo absolutismo: la dictadura del entretenimiento. Un nuevo bastión del capitalismo, que lejos de premiar la vanguardia y la creatividad, enriquece la rentabilidad. No es marketing, es especulación.

Recientemente, hemos visto cómo en los últimos meses distintos locales que apostaban por un modelo alejado de la cultura de masas han ido cerrando sus puertas. Es el caso de la Sidecar en Barcelona, Trashcan o Rock Palace en Madrid, o el más doloroso de todos, el cierre de La Faena, reducto cultural sumergido en el underground desde hace décadas, allá donde lo que ocurre tienes que buscarlo, sin patrocinios, subvenciones o nuevas formas de marketing.

Al respecto de esto último, hace décadas ya que el neuromarketing llegó al sector del entretenimiento con estudios sobre el impacto neurológico del marketing con el objetivo de optimizar sus resultados, o lo que es lo mismo: cómo lograr una alteración neurológica en el consumidor cuyos resultados favorezcan el consumo del producto, promoviendo una mercantilización experiencial.

Hace unos días, hablando con una amiga que trabaja en la industria del cine sobre el tiempo que perdemos eligiendo películas en la plataforma de turno, concluíamos que ese es precisamente uno de los objetivos de estas empresas. “Bienvenido, acomódate, siéntete libre, que veas o no una película nos da igual”, parece que nos dicen.

En su libro Macrofestivales. El agujero negro de la música (Península)Nando Cruz referencia un estudio desarrollado por la multinacional del ocio musical Live Nation llamado The Power of Live, enfocado a analizar el impacto emocional de la música. El estudio concluía que el 71% de los encuestados se sentían más “vivos” cuando estaban inmersos en experiencias vinculadas a la música en directo que al tener relaciones sexuales.

Hace décadas que el neuromarketing llegó al sector del entretenimiento con estudios sobre el impacto neurológico del marketing, cuyos resultados están orientados a favorecer el consumo del producto, promoviendo una mercantilización experiencial

La identidad del consumidor muta entre oferta y demanda. Es el producto que consumes quien te quiere a ti y no al revés. Una muesca más de la sociedad narcisista que hemos creado y de la que somos producto. La necesidad de ser vistos, de gustar y de capitalizarlo todo nos lleva a anunciar la necesidad de darnos prisa, no por vivir, sino por gastar.

Esta pérdida de libertades ya no solo es cosa de los macrofestivales, sino también de los grandes aforos que se han convertido en los nuevos centros comerciales de la industria del entretenimiento, donde hasta los discursos políticos se han mercantilizado. La efectividad comercial de hacer sentir exclusivo al usuario explica por qué las salas, eventos y festivales presumen de colgar el cartel de sold out.

Siguiendo los modelos de consumo rápido que nos hablan de fast food en la comida, fast fashion en la moda (que representan marcas de ropa barata como Primark o Shein) o el modelo de muebles desechables que lidera la omnipresente Ikea, bien podríamos denominar a este modelo de consumo apresurado en la industria del entretenimiento como el fast entertainment.

Nada es fruto del azar en la industria, la mayoría de las veces cualquier movimiento responde a la fertilidad del mercado. Las bandas obedecen, la música pasa a un segundo plano con un buen calendario de lanzamiento, una planificación de contenidos, vídeos bien pintones, varias sesiones de fotos y mucho merch. En este sentido la conciencia climática languidece cuando la producción de merchandising (ropa principalmente) se convierte en un ingreso fundamental para alguien que se dedica a la música. La vida comercial de un disco (de cada vez menos duración) en algunos casos puede llegar a ir acompañada de distintos modelos de camisetas y sudaderas, parches, pegatinas, chapas, gorras; lo que sea con tal de aumentar los ingresos netos.

La efectividad comercial de hacer sentir exclusivo al usuario explica por qué las salas, eventos y festivales presumen de colgar el cartel de ‘sold out

Si generalizamos, el sector del ocio ya hace décadas que viene transformándose. El fútbol, una de las actividades sociales con mayor poder de convocatoria, movilización y arraigo, ha ido transformándose con el paso de las décadas, pasando de ser un espectáculo más rudimentario a convertirse en uno de los estandartes de la especulación económica tras la conversión de los clubes en sociedades anónimas con la entrada en vigor de la Ley del Deporte en el año 1990. Lo que pretendía ser un regulador del marco jurídico en el sector, se ha convertido en un detonante de prevaricaciones, una de las últimas ni más ni menos que el presidente de la RFEF, dejando en evidencia el espectáculo deportivo como un elemento del sistema educativo.

Resulta llamativo analizar en paralelo ambas industrias con un mismo hilo conductor: el alcohol. En 2012, España prohibió el patrocinio de alcohol con una graduación alcohólica del 20% o más en el deporte. Viendo esto podríamos pensar que la industria de la música es el nuevo fútbol. ¿Qué pasaría si en los conciertos prohibiesen el alcohol como lo hacen en el fútbol?

Hoy en día las palabras “sold out”, sobre todo en eventos considerablemente rentables de al menos unos cientos o miles de personas, nos recuerdan que nuestra libertad tiene límites. Este mensaje representa una etiqueta sinónimo de la nueva especulación capitalista tan voraz como creativa a costa de la inoculación del deseo del consumidor, donde la rentabilidad gobierna el sector.

Por suerte, mientras hay vida hay esperanza y en el subsuelo todavía quedan reductos de fertilidad cultural lejos de la superficie del iceberg que nos muestra la industria más caníbal. Alguno de estos ejemplos, aparte de los Gaztetxes vascos, donde la cultura musical tiene otra historia mucho más dinámica que en el resto del estado, son la residencia Plug In The Gear (Benicarló), el latente Liceo Mutante de Pontevedra o el colectivo Ojalá Estë Mi Bici, que lleva 15 años montando conciertos apostando siempre por la autogestión, la cooperación, la austeridad y la corresponsabilidad. La batalla contra el capitalismo es cultural y el camino necesario para iniciar un cambio ya no pasa por tener el poder, sino a través de la descolonización de las subjetividades. Comenzando por los actos cotidianos de consumo. Comenzando por cómo habitamos el espacio y el tiempo. Comenzando por los cuidados hacia la salud mental colectiva.

En la industria del espectáculo la libertad ya no es una opción, sino la gran ventaja del capitalismo.

Ilustración de Patricia Bolinches

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