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Penipe – Ecuador «El pueblo de la solidaridad»

Entrevista con el sacerdote Jaime Álvarez Benjumea Cuando le preguntan que de dónde es, siempre contesta “soy colombiano, llevo treinta años en Ecuador y tengo raíces extremeñas”, como si le costara renunciar a alguna de sus partes. Jaime Álvarez Benjumea, el Padre Jaime, como le llaman todos, llegó a Penipe (Ecuador) con 26 años. Ahora, […]

8 octubre 2010
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Entrevista con el sacerdote Jaime Álvarez Benjumea

Cuando le preguntan que de dónde es, siempre contesta “soy colombiano, llevo treinta años en Ecuador y tengo raíces extremeñas”, como si le costara renunciar a alguna de sus partes. Jaime Álvarez Benjumea, el Padre Jaime, como le llaman todos, llegó a Penipe (Ecuador) con 26 años. Ahora, con 56, mira al lugar en el que aterrizó cuando joven y celebra que ya no tiene nada que ver con lo que era entonces. La población de Penipe, antes enferma, pobre y castigada por el volcán Tungurahua, se ha convertido, gracias a los esfuerzos del Padre Jaime por devolver la dignidad a su población, en un modelo de Desarrollo Humano. Bautizado como “el pueblo de la solidaridad”, Penipe sirve hoy de ejemplo a otras comunidades y países vecinos.

Todos estos logros han sido reconocidos con premios y galardones que van colgando sobre la figura del Padre Jaime, como el Reina Sofía 2005 de Rehabilitación e Integración, el Mérito en el grado de Gran Caballero que le confirió Ecuador, o el título de Comendador de la Orden Nacional al Mérito con que le reconoció el gobierno colombiano. “A veces me siento como un general en pensión”, bromea. “¿Viste que a los generales, cuando ya están viejos y los mandan para casa, les van colocando medallitas?”. Ríe un poco, pero luego se pone serio para aclarar: “La verdad es que son premios que yo valoro, que valoro mucho”.

Llega a Penipe…

El 4 de mayo de 1980.

La fecha se le ha quedado grabada.

(Ríe) Sí, mucho. En realidad ya conocía Penipe, había estado allí seis años antes, pero ése es el día en que llego para quedarme.

Como párroco.

Sí. Yo era el cuarto sacerdote al que proponían la parroquia de Penipe.

¿Por qué el cuarto?

Los demás dijeron que no.

¿Por qué?

Bueno, la verdad es que el panorama era bastante desolador: casi la mitad de la población enferma de bocio, familias enteras de discapacitados y una migración muy alta de la población sana… Era para pensárselo.

Pero usted no se lo pensó.

Si a mí, de golpe y porrazo, me hubieran dicho ‘¿Párroco de Penipe por treinta años?’, hubiera contestado ‘No, gracias’. Pero tuve la oportunidad de ir viviéndolo como un proceso, de irlo descubriendo, de ir caminando y de ir conquistando pequeños éxitos de poco a poco.

¿Cómo lo hizo?

Ver, juzgar y actuar: ésos fueron los tres primeros pasos. Luego vinieron el evaluar y el celebrar. Evaluar para mejorar, y celebrar para tener el gusto de mostrar lo que hemos alcanzado.

Cuénteme.

Cuando llegué a Penipe, coincidí con un equipo de antropología de la Universidad Católica. Decidí convivir con ellos. Y estando juntos, fuimos dirigiendo todos nuestros esfuerzos hacia la investigación social de la población. Pero de forma muy sencilla; sin complicaciones técnicas, ni curvas, ni gráficos, ni esas vainas. Observábamos a la gente; sus costumbres, su rutina, su vida… Y luego analizábamos toda esa información para tratar de descubrir cuál era el problema de la zona.

¿Y cuál era?

El bocio.

Que es…

Un aumento de tamaño de la glándula tiroides. Una de las secuelas visibles de esta enfermedad es la discapacidad. La física y la mental. Los médicos lo llaman ‘cretinismo’, pero a mí no me gusta nada esa palabra, me parece muy dura, casi insultante.

¿Qué lugar ocupaba el discapacitado en esta población de discapacitados?

Pues curiosamente, al discapacitado psíquico, que es el que servía para trabajar, lo consideraban una bendición de Dios. Iba a por el agua, pastoreaba los animales, trabajaba la agricultura… Sin escaquearse de las obligaciones. Y la mujer con discapacidad mental, por un hábito doloroso de violaciones, regeneraba la familia.

¿Violaciones?

Una vez hicimos la denuncia de 72 mujeres violadas, con 174 niños nacidos fruto de esa violencia. ¡174!

¿Y qué pasó con aquella denuncia?

Conseguimos tener presos hasta 20 hombres. El problema es que por aquella época todavía no existían las pruebas de ADN ni esos avances de hoy, así que, sin pruebas, todos fueron absueltos de sus culpas. Fue un momento realmente difícil, de mucha tensión…

Imagino. Pero, ¿era todo eso trabajo para un párroco?

No es que hubiera ninguna línea a seguir, nadie te decía ‘tienes que hacer esto y esto’, pero yo venía de la cuna de la Teología de la Liberación, no podía mostrarme indiferente ante ciertos temas.

Hablabas de secuelas visibles, ¿y las invisibles?

Hay una terrible: la apatía… Yo creo que el que más ha sufrido ha sido el apático. Le cuesta relacionarse con los demás y no le gusta que le movilicen de su rutina…

Así que éste era el panorama que se encontró cuando llegó.

Ése era. Un 45% de la población con bocio por la falta de yodo en la alimentación.

¿Y qué hicieron?

Bueno, el daño que ya estaba hecho, estaba hecho. Ahora lo que había que conseguir era que no nacieran más niños con bocio. Prevención. Así que empezamos a organizar marchas y campañas, muy sencillas, utilizando eslóganes divertidos como ‘el bocio malvado muere yodado’. A los niños les encantaba. ¡Y a los mayores también! (Ríe). Publicamos trípticos, calendarios… En fin, empezamos a darle duro a eso.

¿Funcionó?

El problema era que en el mercado se seguía vendiendo sal en grano, no yodada. Necesitábamos traer una sal buena, higiénica y con yodo. Y lo conseguimos gracias a un convenio que se firmó con algunas empresas de la costa, que nos trajeron sal en cantidades industriales. Después vino conseguir que las familias se acostumbraran a utilizar la nueva sal.

¿Y cómo hicieron?

Como la gente allí es muy religiosa, empezamos a repartir sacos de sal después de misa. Así, las familias iban acumulando sacos y sacos de sal yodada en casa, ¿y para qué iban a ir al mercado a comprar más? El siguiente paso fue conseguir que la gente pagara por esa sal. Así que se trabajó con las autoridades, se decomisó la sal no yodada que se vendía en los mercados y se impusieron controles sanitarios.

¿Qué pasaba con las personas que ya estaban enfermas?

Para eso se creó CEBYCAM, el Centro de Erradicación del Bocio y Capacitación a Minusválidos. Luego hubo que cambiarle el nombre al centro, cuando ya eliminamos el bocio y la palabra minusvalidez dejó de servirnos. Era un centro que creamos entre todos. La Iglesia nos prestó el terreno, el Estado nos consiguió financiación, y la gente colaboró en su construcción. ¡Eso fue fundamental! La participación de la comunidad tenía un valor agregado muy importante: el sentimiento de ‘yo trabaje aquí, yo hice esto, éste es mi centro’.

¿Era un centro médico?

Sí, un centro de rehabilitación. Tuvimos que crear también un grupo de promotores de salud. Ése fue el primer objetivo, antes del de la prevención, el de dar un servicio a la comunidad a través del trabajo de la propia comunidad.

Así se iban creando también puestos de trabajo, ¿no?

Y no sólo en el centro de salud, porque poco a poco fuimos introduciendo otras actividades productivas (una fábrica de calzado, una imprenta, una fábrica de acero…) Todo eso era importante. Uno se puede pasar toda la vida en un centro haciendo terapia, moviendo el brazo arriba y abajo, pero si no acaba siendo una persona autónoma, con un trabajo o cualquier actividad productiva, la rehabilitación no sirve para nada. La rehabilitación termina con un puesto de trabajo.

¿Y la formación?

También era parte del proceso. Dimos cursos de panadería, de mecánica, administrativa, agropecuaria… La formación es fundamental para que todo esto sea sostenible. No podemos hacer solamente cosas de carácter asistencialista. Además, eso no va conmigo. Cuando la erupción del volcán, por ejemplo, el Gobierno dio casas. Nosotros formamos a la gente. Una casa no soluciona el problema, pero parece que es más satisfactorio decir ‘yo hice estas casas’ que ‘yo formé a estas personas para que pudieran adecuar su agricultura a las circunstancias de la zona’. Las casitas se ven. Lo otro no.

Cuénteme sobre el volcán

Imagínate que llueve. Pero en vez de caer agua, cae tierra. La erupción del volcán fue un problema. La población quedó enterrada en cenizas. Por suerte, hemos ido aprendiendo a convertir los problemas en oportunidad. Cada problema tiene que ser visto y convertido en eso: una nueva oportunidad para crecer. ¡Un volcán! No teníamos ninguna experiencia con volcanes, y sin embargo ahora nos viene gente de otras poblaciones y de otros países a pedirnos ayuda o consejo sobre los procesos eruptivos.

¿Qué tipo de consejos?

Yo siempre les digo lo mismo: ‘apuren terminando con los albergues’. Un albergue no puede convertirse en algo habitual, tiene que ser temporal. En su lugar, construyamos centros de reactivación poblacional, que es lo que dignifica a la gente. Se trata de generar pequeñas iniciativas donde las personas puedan desenvolverse solitas, sin que tengan que depender siempre de las ayudas humanitarias. Pero hablo desde lo que conozco, que son los volcanes. Otra cosa serán las inundaciones, otra cosa serán los terremotos… Yo hablo desde este campo, en el que nos hemos vuelto…

Un poco expertos.

Bueno, yo no diría que un poco. Tengo que presumir, conozco el tema. Me preparé, estudié, participé… Y lo viví.

Después de todo lo que habían conseguido, ¿qué hicieron con una población enterrada en ceniza?

Empezamos con el tema de la salud. Como ya contábamos con una base, gracias a los promotores del centro, lo que hicimos fue buscar un aval por parte del Ministerio para poder mandarlos a la Universidad a formarse en medicina. Estamos hablando de gente de nivel primario, campesinos. También quisimos entrar en el terreno del desarrollo económico, y lo hicimos a base de microcréditos. Con poco dinero, unos 300 dólares por familia, la gente ha ido logrando hacerse con su propio capitalito. Compran dos o tres cerdos, gallinas… Pero el gran sueño es que un día me digan ‘no necesitamos más’. Aunque sé que tardará, que éste es un proceso largo y que se necesita tiempo.

Llaman a Penipe “el pueblo de la solidaridad”.

¡Lo es! Cuando ya llevábamos un tiempo trabajando allí, empezaron a llegar discapacitados físicos y psíquicos de otras comunidades, ancianos que tampoco eran los nuestros… Y empezamos a darnos de que la cosa era más universal de lo que pensábamos. Penipe se ha convertido en un pueblo modelo porque su propuesta de desarrollo ha sido distinta. Ha sido integral.

Hablaste antes del cambio de nombre de CEBYCAM.

Pasó a llamarse Cebycam-CES. Nos quedamos con lo de Cebycam porque ya se le conocía con ese nombre. Pero sus siglas ahora significan ‘Centro de Desarrollo Humano, Cultura y Economía Solidaria’. Me gusta resaltar lo de ‘cultura’. La economía solidaria se da en culturas concretas, y la cultura tiene sus expresiones de solidaridad concretas. Que no me vengan a mí con que existen unas reglas prefabricadas de economía que tienen que ser impuestas a las culturas.

Reglas prefabricadas… ¿del sistema?

Sí. El sistema está encaminado hacia la reducción de la persona. Nos hacen pro-consumistas: tienes que comprar el piso, el móvil, el ordenador, el coche… Y al año siguiente, lo mismo: cambia de móvil, de piso, de ordenador… Es como estar atrapado en una tela de araña. Pero la gente ya se está agotando. ¿Dónde está mi libertad? ¿Dónde está mi vida? Hemos ido dejando atrás los valores para quedarnos enfrascados en el consumo. Tenemos que aprender a liberarnos de esta socie… suciedad. De esta suciedad.

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